Pablo Iglesias

Es un aserto fundamental que la inestabilidad política de un país, debida al cambio frecuente de gobierno, la pagan los ciudadanos. Italia, un ejemplo oportuno, atravesó la tormenta en el manejo de la cosa pública hace apenas dos meses. El 13 de febrero, logra el desplazamiento del Ejecutivo populista sustituyéndolo por un gobierno nuevo presidido por Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo, sin ataduras partidistas, de prometedora gobernanza eficaz y equilibrada intervención del Estado.

Estoy convencido de que la firmeza y claridad de un buen gobierno en la toma de decisiones garantiza a la sociedad civil una convivencia segura y pacífica. El novísimo término de la ciencia social que apuntala la salvaguarda de los derechos humanos fundamentales es un éxito atribuible al filósofo y sociólogo alemán, Jürgen Habermas.

En España, se ve comprometida la indispensable unidad del gobierno, a causa de los continuos desencuentros entre los miembros de la coalición, el PSOE del presidente Pedro Sánchez Castejón y de Rodríguez Zapatero y Unidas-Podemos y el Partido Comunista español. Las cosas no pintan bien. Por el contrario, las diferencias aumentan. Son notables las contradicciones entre la –desde ayer– ex primera vicepresidente Carmen Calvo; la ministro de Hacienda, María Jesús Montero; la ministro de la Defensa, Margarita Robles, y el ex segundo vicepresidente –desde ayer también–. Desencuentros ahora exacerbados por la sorpresiva aspiración de Pablo Iglesias a la Presidencia de la Comunidad de Madrid en las próximas elecciones del 4 de mayo, convocadas por Isabel Díaz Ayuso, quien clama por el voto madrileño aduciendo el mérito de haber sacado de La Moncloa al pequeño Pablo Iglesias.

En él, y en su carnal Monedero, todo es demagogia. Existe una profunda desilusión con el engaño del movimiento que nace de la protesta del 15-M contra la reforma laboral propuesta por Rodríguez Zapatero, al grito de «¡Indignaos!» de Stéphane Hassel, el hombre de las tres nacionalidades, danesa, alemana y española, fallecido en Barcelona dos años más tarde, a los 95 años.

El Podemos español prometía cambiar la política, pero enseguida se demostró que su objetivo era vivir ellos de la política. Una demostración elocuente es el enorme patrimonio de Iglesias, multiplicado por 6 desde su incorporación al parlamento, alcanza una cifra de 352.000 euros, en contraste con el declarado en el año 2014, cercano a 60.000 euros. Su pareja, la ministro de Igualdad, Irene Montero, disfruta de un capital aún mayor, equivalente a 450.000 euros. Asimismo, Juan Carlos Monedero, ideólogo y cofundador podemita, gana desprestigio, sub judice, por sus falsas y repetidas declaraciones sobre el impuesto sobre la renta.

En el momento que escribo, justo en la mitad de la polémica sobre el crédito de 53 millones de euros otorgado por el gobierno español a Plus Ultra, empresa aérea venezolana, cuyos principales accionistas, visibles testaferros de Cilia Flores y Delcy Rodríguez, surge la descabellada proposición de Didalco Bolívar, presidente del Podemos venezolano y vicepresidente de la Asamblea Nacional espuria, para celebrar un referéndum consultivo sobre el oro de Londres. Son 31 toneladas del precioso mineral, valoradas en 1000 millones de dólares, extraídas de las reservas del Banco Central de Venezuela, que ha sido eliminado como rector de las finanzas públicas del Estado, convertido en caja chica de la oprobiosa dictadura que entra a saco en sus bóvedas.

La disputa comenzó en el año de 2019, cuando más de 50 países reconocieron como presidente interino de Venezuela a Juan Guaidó, conforme a la Constitución y las leyes de la República Bolivariana de Venezuela. Personeros del gobierno de Maduro  viajaron  a Londres solicitando al Banco de Inglaterra la devolución de las barras de oro. La respuesta fue un “No” rotundo, en virtud del inequívoco reconocimiento del Reino Unido otorgado a Juan Guaidó como presidente legítimo de Venezuela. Agregaron, además, a su contundente respuesta, que únicamente la administración de Guaidó tiene derecho perfecto al acceso y disposición del oro depositado en las arcas del Banco de Inglaterra.

Semejante argumentación tiene en su base la preeminencia que, en materia de política exterior, establece el Foreign Office a la exigencia de actuar con una sola voz. Su desarrollo estriba en que la decisión del primer ministro, ocupante del N°10 de Downing Street, es acatada y recibida como una determinación concluyente por la Jurisdicción y el Parlamento.

Este instituto jurídico propio del Derecho anglosajón, encuentra algunas similitudes en el Derecho continental. La Constitución de España de 1978, actualmente vigente, procura la unidad del gobierno a través de su normativa jurídica. El artículo 108 exige actuar con una sola voz. No indica que sus miembros garanticen la unanimidad de criterios pero significa que están obligados a defender la posición acordada en el Consejo de Ministros. Sería, sin duda, muy difícil mantener ante los ciudadanos el prestigio de quien defendió una posición diferente de la finalmente acordada por el Consejo de Ministros. De allí que, al jurar sus cargos, se les recuerde su obligación de mantener el secreto de sus deliberaciones. Al final, la responsabilidad de garantizar la regla de la unidad es compartida. Corresponde al jefe del Ejecutivo, que puede destituir a sus miembros o a todo el gobierno mediante la disolución del Poder Legislativo. Del mismo modo, a cada uno de sus ministros. Desde mi punto de vista, debería tomarse en cuenta la fórmula del político francés Jean Pierre Chevènement, ministro socialista y fundador del disidente Movimiento Republicano y Ciudadano, según la cual “…si un miembro del Gabinete no es capaz de defender en público sus posiciones, o se calla, o dimite.” En la puerta principal de la Moncloa, podría colgarse un anuncio con la leyenda: «No se admiten bocazas».

Una medida de esta naturaleza bajaría el telón al sainete protagonizado por el recién llegado a la casta política, impenitente crítico con sus colegas, dimitente de su cargo de vicepresidente segundo, enmascarando la verdadera razón de sus actos.


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