It was a dark and stormy night” (Edward Bulwer-Lytton)

Era una noche oscura y tormentosa de octubre cuando me encontraba encerrado en la habitación de un hotelito en el bosque. Fuera hacía un frío otoñal aliviado en parte por la belleza del color burdeos de las hojas de los árboles distraídas en la tierra. Creí ser el único huésped que ocupaba aquella habitación con vistas al inmenso jardín de los alrededores de Macondo. Pasaba una temporada de retiro acomodado en el sillón más gastado del mundo. El fuego de la chimenea desprendía un calor agradable. Como no podía ser de otra manera, saboreaba yo un coñac francés que sostenía mi mano izquierda mientras la otra mano aguantaba el peso liviano de una novela elegida entre otras novelas de la biblioteca de la posada. El tic tac del viejo reloj con carillón marcaba -o parecía marcar- el ritmo de mi lectura de forma acompasada, a la vez que invisible. Yo imaginaba mientras tanto las líneas que escribiría la mañana siguiente en la máquina de escribir para enviar con carácter de urgencia a la Redacción del diario caraqueño que me había acogido entre sus columnistas extranjeros. En la medida de lo posible evitaría la utilización de lenguaje huero, repetitivo, y sobre todo, huiría del cliché y el plagio como alma que lleva el diablo.


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