Volodimir Zelenski ante la ONU / Foto AFP

En la sopa de letras de cumbres que viene chorreando este arranque de curso (BRICS, G20, G77+China…), vuelve, un año más, “UNGA” (por sus siglas en inglés), la 78 sesión de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU). El bullicio abigarrado está. Y el tráfico… Manhattan paralizado como de costumbre (reventando en las costuras: más vale ir de zapato plano y con ánimo andarín). Los lemas frontispicio de estos encuentros son recurrentemente pomposos y a menudo vacuos. El elegido para esta edición: “Reconstruir la confianza y reactivar la solidaridad mundial”, aún atinando en señalar la brutal carencia, suena a melancólico voto piadoso en un mundo patas arriba con la guerra rusa de agresión y desgaste contra Ucrania -y, más ampliamente, contra Occidente-, de telón de fondo.

Resulta significativo que cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (el denominado “P5”) no hayan asistido al máximo nivel. Solo acudió Joe Biden. La ausencia de Vladimir Putin era de esperar (dada la vigente orden de detención); no así la incomparecencia de Xi Jinping, tras su protagonismo en la reunión de los BRICS el mes pasado. Asimismo, han fallado el presidente francés y el primer ministro británico. El deslucimiento es innegable, por mucho que el secretario general António Guterres haya insistido que no es una pasarela de Vanity Fair. Lo importante, ha dicho, es “que los países asistentes […] estén preparados a asumir los compromisos necesarios”.

Como asunto estrella de la tenida estaba anunciada -con perspectivas nada halagüeñas- la “auditoría de etapa” del macro programa Objetivos de Desarrollo Sostenible (a medio camino entre su adopción -2015- y su horizonte de cumplimiento -2030-). También debía brillar la bautizada Cumbre (¡otra más!) sobre Ambición Climática, consecuencia de la desconfianza que suscita en el mundo verde la presidencia “petrolera” de la cercana COP28 en Dubai, resultó un aquelarre indiscriminado contra los combustibles fósiles. Guterres arrancó ya con una apocalíptica admonición que marcó carácter: “La humanidad ha abierto las puertas al infierno”.

La concurrencia da el tono, la vitola, la ambición. Y no pinta bien. No es previsible un reverdecer funcional espontáneo en el corto plazo. Urge, pues, analizar la utilidad y la viabilidad de esta organización. Empezando por considerar de dónde venimos. Sucesora de la difunta Sociedad de Naciones, la ONU nació de la visión global -posconflicto- de paz a través de la prosperidad que Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill plasmaron en la Carta del Atlántico (1941). Sus fines originarios siguen siendo vitales: mantener la seguridad internacional; fortalecer las relaciones amistosas entre países; promover la cooperación multilateral en resolución de problemas económicos, sociales, culturales o humanitarios. Alzarse como centro unificador de acciones en diferentes geografías y temáticas.

Quizás el mayor logro de las Naciones Unidas fue el innovador sistema de seguridad colectiva basado en el principio de igualdad soberana de sus miembros -de los 51 que la fundaron en 1945, hasta los 193 que la componen hoy-, bajo la batuta del Consejo de Seguridad. Así, y a pesar de la evidente inspiración y aliento Occidentales en el diseño -y ejecución-, la función niveladora de la Asamblea General (AG) ha sido trascendental para los países más pequeños, como plataforma de proyección de intereses. Históricamente, para las naciones aspirantes, la entrada en la ONU -y su corolario de máximo reconocimiento de personalidad jurídica- se erige en meta existencial. Casos paradigmáticos son Palestina, que obtuvo la condición de Estado observador en 2012; o Taiwán, que fue reemplazado en la AG en 1971 por la República Popular de China, y busca volver.

La sede en Nueva York ha sido testigo de grandes acuerdos transformadores: la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (1968) o el Protocolo de Kioto (1997). También de icónicos alegatos: de Fidel Castro en 1960 -que con sus 269 minutos de duración, sigue siendo el discurso más largo registrado-; de Yasser Arafat en 1974 -“No dejéis que caiga la rama de olivo de mi mano”-; de Hugo Chávez en 2006 -alertando sobre el olor de azufre que desprendía “el diablo” (refiriéndose a George Bush hijo)-; o del primer ministro indio, Narendra Modi, en 2021 -reclamando a su país como “madre de todas las democracias”-. Y merece destacar, por supuesto, la memorable actuación del premier soviético Nikita Kruschev en 1960 cuando, durante la intervención del delegado de Filipinas, se quitó el zapato y aporreó la mesa en señal de protesta.

Las palabras del presidente John F. Kennedy, tras el trágico fallecimiento en 1961 -en un misterioso accidente aéreo en Zambia- del entonces secretario general de la ONU, resultan particularmente evocadoras en el momento actual: el problema, dijo, no era “la muerte de un hombre”, sino la vida de la organización: “O crecerá para hacer frente a los retos de nuestros tiempos, o se la llevará el viento, sin influencia, sin fuerza, sin respeto.” Hoy, corremos el riesgo de que este andamiaje de diplomacia y Derecho “se lo lleve el viento”, se diluya, deje de contar. Antaño máximo foro de negociación internacional, se generaliza la percepción de marginalidad respecto de los conflictos o retos geopolíticos y geoeconómicos.

Abruma la incapacidad de la constelación institucional para lidiar las crisis que van surgiendo (su respuesta a los golpes en Níger y Gabón fue poco más que una “firme denuncia”). En cuanto a la invasión total de Ucrania, Moscú ha usado su veto en el Consejo de Seguridad para bloquear cualquier resolución crítica. Hasta intentó impedir la intervención del presidente Zelenski el miércoles. Éste no se mordió la lengua: “Debemos reconocer que la ONU se encuentra en un punto muerto en temas de agresión. La humanidad ya no pone sus esperanzas en la ONU”. Mientras, Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, se preguntó retóricamente, en el mismo escenario, “¿Qué hemos hecho mientras uno de los miembros permanentes ataca a su vecino? ¿Qué hemos hecho mientras ejerce su poder de veto contra cada uno de nosotros, y contra los principios fundamentales de la Carta de la ONU?”

Los expertos llevan tiempo advirtiendo del declive; varias fueron las alarmas durante la Guerra Fría. Pero, en puridad, desde la disolución de la Unión Soviética, no se había cuestionado seriamente el orden liberal global. Ni se había planteado una alternativa factible. Hoy es diferente. El Partido Comunista de China encabeza el diseño de un nuevo sistema mundial (que pretende destronar a Washington de la hegemonía que viene ejerciendo). La taimada estrategia china estuvo detrás de la expansión de los BRICS para incluir a seis países adicionales en su cumbre de agosto. Allí, el líder chino condenó la práctica, por parte de Occidente, de “confabularse para crear grupos exclusivos y presentar sus reglas como normas internacionales”. En interesante eco, el presidente iraní Raisi, en su turno de palabra en la plenaria del 19, aseguró: “El mundo está transicionando a un orden internacional novedoso y el proyecto de americanizar el mundo ha fracasado”.

Pero estas  diatribas no  se traducen  en  un movimiento  hacia la  multipolaridad  o la bipolaridad -cogitaciones ambas en boga-. Al contrario, vemos progresar el desorden: cada cual a su aire. En general, incluso las llamadas “potencias medias” se apartan de las alianzas, prefiriendo «grupos de afines» de composición variable, con poco calado en términos de compromiso, y máxima volatilidad. Proliferan variopintas combinaciones al margen del universo onusiano: desde los múltiples derivados del precursor G8, a la Organización de Cooperación de Shanghái, al Fondo de Acceso Global a Vacunas COVID-19, COVAX. Aquellos que llevaban años reclamando la reforma de las instituciones multilaterales, argumentando la carencia de legitimidad al haber sido impulsadas por actores Occidentales -India es un caso paradigmático-, privilegian dirimir sus asuntos fuera de ellas (mediante conjuntos como QUAD o BRICS).

En este panorama emergente, harán falta normas comunes; diplomacia consensuada. Más que nunca. No bastan pactos fragmentarios, inconexos. Se necesitan (se seguirán necesitando) reglas unificadas, que rijan a todos por igual; que gobiernen a los grandes poderes y a los pequeños Estados de la misma manera. Sin una autoridad compartida, recaeremos en un realismo hobbesiano donde todo lo dirime el poder, sin amortiguación alguna. Así, es esencial no sólo la permanencia, sino la vitalidad de Naciones Unidas. La inclusividad que proporciona, el terreno de diálogo que ofrece su entramado, son indispensables. Con defectos a corregir, con faltas a colmar, es estructura insustituible. Mantenerla, protegerla, no solo es de interés de Occidente. Es de interés global.

Una tarea que nos incumbe a todos. Evitemos que la ONU caiga en la irrelevancia.

Artículo publicado en el diario El Mundo de España


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