Reclamé a un vecino sus actos de vandalismo contra mi casa. Discerní sobre la inviolabilidad de mi propiedad privada. Furioso, me invitó a salir hacia la calle para golpearme, en presencia de testigos. Es tan macho patrio que está persuadido de tener licencia miliciana para lesionarme, sin esperar una respuesta defensiva-violenta de mi parte.

El vocablo inviolabilidad sustancia más a favor de blindar nuestros derechos naturales que cualquier otro. Por ello, es uno de los favoritos entre juristas designados para redactar constituciones y leyes. Es imponderable su uso y puja de aplicación, tanto que hasta los imperios le deben su longevidad. Que esté presente en la Carta Magna de España incomoda a los incendiarios. Pero en América Latina no implica arbitraje, no es vinculante en la coexistencia ciudadana. Ultraja quien puede, sabe que no debe pero ello aumenta su disfrute. Que, en documentos legales, esté prohibido, no es un desafío relevante. En pleno ejercicio de funciones de gobierno, los infractores con escolástica para cometer exhiben libros de normas y gritan la monserga según la cual fuera de ellas nada es discutible.

En nuestras naciones salvajes, violar es un aceptable suceso contracultural: se convirtió en legitimado juego de envite y azar. Divierte al ignorante [que por ello es borrego] mirar cómo, en cadena de tribulaciones mediáticas, el troglodita de Estado Mayor Conjunto expresa enorme placer sexual burlándose de los torturados que rechazan ser abusados. No están emparentados con los sátiros, son aventajados delincuentes comunes.

La mordedura jurídica-venenosa que custodia la inviolabilidad de reinas y reyes, de España e Inglaterra, por ejemplo, salva a sus pueblos, en general, de ser destruidos por aspirantes a vitalicios de origen proletario. Los faltos de sesos, resentidos y revolucionarios presuntos extienden sus lenguas mediante cuyas papilas gustativas ansían probar las delicias del poder político-militar.

Los regímenes de gobierno esfuman, a veces muy tarde porque, con ellos, también millones de seres humanos que los padecemos. La codicia y ambición son atrevimientos aprendidos, es falso que innatos. Nuestros límites desaparecen cuando esas categorías irrumpen. Por ello, la tesis de la inviolabilidad de nuestros derechos naturales debe ser sucesivamente reeditada. No admite inflexiones. Mantiene estable a la civilización occidental, pero atribula a los todavía sub-sud en tiempos posmodernos.

Mientras los pueblos admitan, participen y fomenten atrocidades contra los ciudadanos respetuosos de las leyes, tendremos que mantener letalmente protegido el concepto “inviolabilidad de ser humano”: lo cual pareciera una contradicción filosófica. Preservamos nuestra la integridad de nuestra especie cuando castigamos al criminal ajusticiándolo, pero su derecho a la vida violamos. Mantenerlo en este mundo lo fortalece. Infligirá más. Eliminarlo nos degrada. A eso algunos llaman karma, Purgatorio.

 

(@Jurescritor)


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