La semana anterior se dieron tres acontecimientos relevantes en la turbulenta vida venezolana de estos tiempos. El primero, la orden ejecutiva del gobierno de Estados Unidos de aplicar un embargo sobre los bienes del Estado venezolano en ese país, sancionado a empresas y países que hagan negocios con la dictadura venezolana.

El segundo, la cumbre de Lima, en la que cancilleres y diplomáticos de más de 50 naciones del mundo se reunieron, una vez más, para exigir la salida de Maduro, el respeto a los derechos humanos y la celebración de elecciones libres.

El tercero, la decisión de Maduro de levantarse de la mesa de diálogo promovida por el reino de Noruega, con el auspicio del llamado grupo de contacto, para buscar una solución negociada a la tragedia.

Estos tres eventos guardan un hilo conductor en el desarrollo de la situación política del país. Evidencian la importancia que toma cada día la tragedia, sus implicaciones geoestratégicas, así como el interés y compromiso de la comunidad internacional por lograr el regreso a la democracia.

La concurrencia de la heroica lucha del pueblo venezolano y la creciente solidaridad e interés de la comunidad internacional han colocado a la dictadura en una situación en extremo compleja.

La cúpula roja, acorralada por la combinación de ambos elementos, responde con arrogancia y altivez a todos estos reclamos. Obviamente les angustia la decidida voluntad de la comunidad internacional de no permitirles perpetuarse en el poder. Por eso se levantan de la mesa de negociación, instalada a solicitud del reino de Noruega. Radicalizan su postura en un afán desesperado de huir hacia adelante.

Maduro condujo la situación a un punto de no retorno. Su gobierno es inviable, tanto para él y su entorno, como para la nación misma.

Además del caos interno producido, ha provocado el repudio de la civilización occidental. No se puede convivir en ningún vecindario con una conducta pendenciera, abusiva y vulgar. Y precisamente, ha sido esa la política instaurada por Chávez, primero, y por Maduro después, en el vecindario occidental del planeta.

La respuesta ha venido presentándose de manera progresiva y creciente.

Maduro y su camarilla no pueden ya gobernar, ni siquiera sobrellevar una vida normal, en medio de un caos interno y de la creciente presión de la comunidad internacional. Su tiempo en el poder se agota. No podrá resistir un cuadro tan complejo, así sus asesores cubanos le asesoren y animen, tratando de emular a Fidel Castro en su capacidad de resistencia y represión durante el periodo especial.

Los tiempos y los actores son distintos. Maduro no es Fidel. Venezuela no es Cuba, y la geopolítica no es la misma.

En el seno de la dictadura reina la incertidumbre. El miedo cunde por doquier. Nadie, ni Maduro, sabe el momento en que ya no podrán estar más en los aposentos del poder. Pero igual ocurre entre nosotros los ciudadanos. La inmensa mayoría queremos ya ese cambio. Con toda razón, reflexionamos sobre lo prolongado de la agonía.

El tiempo pasa y la tragedia humanitaria de la nación se agrava. Todos sufrimos cada día los estragos de la misma. La angustia y la desesperanza se apoderan de la mayoría.

Para quienes entregamos nuestro tiempo y trabajo a lograr el cambio político, la lucha se torna dura, frente a ese clima de desasosiego que la perversa conducta de la cúpula roja produce.

La cotidianidad de la misma nos produce confusión e incertidumbre.

Nos desesperamos y caemos en el derrotismo. Estos dos factores y la tendencia al fraccionalismo, tan presente en estos tiempos, dificultan la tarea.

Es fundamental sostener y superar la unidad política y afectiva de la sociedad democrática. Elemento clave para lograr la continuidad del espíritu de resistencia y lucha, que ha caracterizado al conjunto de nuestros ciudadanos, y que ha sido clave para avanzar.

Dejemos la incertidumbre y el miedo a la dictadura. Asumamos nosotros la firmeza de nuestra ruta de rescate democrático. El cuadro actual debe conducirnos a un muevo amanecer de libertad y democracia.


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