Soy testigo: estuve en sitio, vi, escuché, debatí, fui hostigado, me defendí y sustancié epistemológicamente tesis a favor de frenar la debacle de la República de Venezuela que fomentaron veneradores de truhan-géneros terroristas (d. d. 70-80-90/s. XX & d. d. 10- 20/s. XXI). Durante el alba de su férrea y no sacra consolidación, toda tiranía luce infalible y extermina moral o físicamente opositores con la ilícita ventaja que a su comandante  da el monopolio que ejerce sobre tropas y mercenariado institucional: pero, igual tras la praxis abusiva y criminal del poder, la Historia infiere que culmina decapitada por sus disociados adherentes.

Era yo uno los jóvenes admitidos por Carlos Contramaestre y Salvador Garmendia en sus convites, dos escritores que a mitad de la década de los años 70 tenían estrechos vínculos con el diario El Nacional, con sus más importantes comunicadores sociales, intelectuales y artistas. Durante aquellos culturalmente intensos días, se realizaban numerosos «congresos» de hacedores en las principales regiones de Venezuela. Recuerdo que, por sugerencia de Contramaestre, Guillermo Besembel y José Montenegro, viajé con ellos a Maracay donde se realizaría uno de esos eventos y donde conocí a varios muy promovidos por el diario capitalino. Citaré algunos: Luis Brito García, Pedro León Zapata, Ángel Rama, su esposa Martha Traba, Luis Alberto Crespo, Víctor Valera Mora, Adriano González León, Caupolicán Ovalles y Earle Herrera.

Recuerdo que Luis Brito García leyó una ponencia intitulada «La cultura adeca», nada incontrovertida. Minutos antes, Martha Traba me había invitado a sentar a su lado porque le agradé. Al término del discurso de Brito García, solicité permiso para intervenir y cuestioné que fustigase tan severamente a quienes ejercían el poder del mando mientras aceptaba que el gobierno nacional le pagara viáticos y pasajes para estar ahí. Me miró con «aires de superioridad», como solían hacerlo muchos de ellos cuando se topaban con los novísimos, para marcar distancia y reprocharnos, a la vez, nuestra comprensible iconoclasia. En el pódium, bajo una magníficamente construida y de estilo aborigen vivienda, lo flanqueaba Zapata quien le comentó algo a su amigo que mantenía fruncido su entrecejo.

A Martha Traba le fascinó mi comentario, pero Contramaestre, que solía mostrarse jefatural conmigo, me pidió platicar a solas. Reprochó mis palabras: «Mira, que se trata de Luis Brito García –infirió-. No seas cínico con él, un intelectual revolucionario».

Pocos años después, gracias al venerable Miguel Otero Silva, a mis admirados amigos don Ramón J. Velásquez y don Julio Barroeta Lara, comencé a publicar textos en la extinta Página A-4 Editorial y Crónicas de El Nacional. Fue un privilegio y una memorable experiencia para mí. En la sala de redacción de aquella vieja sede de Puente Nuevo a Puerto Escondido, en El Silencio, y cauteloso estuve varias veces presente cuando el notable novelista y fundador del diario, a quien todos expresábamos admiración y respeto, pronunciaba discursos que parecían clases magistrales. Siempre vi a Earle Herrera y Luis Alberto Crespo allá, entre los intelectuales que, junto con Luis Brito García, Juan Calzadilla, Gustavo Pereira y muchos más, fingieron «paramnesia» en nombre de una falaz revolución que ofendió la honorabilidad de la familia Otero Castillo. Mucho y sin mezquindad los promovió El Nacional, empero, por mendrugos o espuria figuración, hoy comulgan con quienes ofendieron la majestad de prestigiosas damas venezolanas como Sofía Ímber y María Teresa Castillo.

En pláticas que suelo tener con escritores que tienen menos edad que la mía, suelo afirmar que quienes fueron auténticos revolucionarios (Alí Primera, el poeta y gaitero Ricardo Aguirre, Argenis Rodríguez, González León, Víctor Valera Mora, Salvador Garmendia, Oscar Guaramato, Barroeta Lara, Contramaestre, Juan Nuño, Ludovico Silva, Besembel, Rincón Gutiérrez, José Ramón Medina u Otero Silva) jamás habrían inclinado la cerviz frente a lo que defino en un libro como la «dictadura de ultimomundano»: impuesta por una codiciosa casta cívico-militar que infausta y letalmente socava la Tesorería de los ciudadanos venezolanos y la institucionalidad de la república. Algunos de los intelectuales y artistas que alcanzaron fama mediante El Nacional se mantuvieron corajudos y firmes frente a la neo-tiranía latinoamericana en boga: Pedro León Zapata, por ejemplo, Vasco Szinetar, Ramón Hernández, Roberto Giusti, José Pulido… Jamás los otros, transformados en marxfalaces y verdugos de El Nacional, habían mostrado simpatía por gobiernos militaristas, salvo su cómoda adhesión a la presunta Revolución Cubana que tanto daño hace exportándose hacia toda América Latina. Durante el alba de su férrea y no sacra consolidación, toda tiranía luce infalible y extermina moral o físicamente a opositores con la ilícita ventaja que a sus jerarcas da el monopolio que ejercen sobre tropas y mercenariado institucional: pero, igual tras el ejercicio abusivo y criminal del poder, la Historia dicta que culmina decapitada por sus disociados adherentes.

Una mañana del año 1982, luego de obsequiarle un ejemplar de mi recién publicado libro de cuentos Inmaculado (Monte Ávila Editores), Miguel Otero Silva me condujo hacia la sala de redacción de El Nacional. Ahí, Earle Herrera y Brito García le reprocharon me permitiera formar parte del selecto grupo de columnistas, porque yo era un joven reaccionario y anticomunista.

El año 2021, una suprema y espuria corte de (in) justicia emitió una sentencia mediante la cual arrebató la edificación, equipos y archivo hemerográfico del diario a sus legítimos dueños para transferir esos bienes a un afamado truhan-género terrorista. Con ese infame acto se consumó la doctrina anti-ética-jurídica que produjo un irreparable daño a la catedral del periodismo venezolano: El Nacional, patrimonio cultural. Nunca he sido un individuo cautivado por el mesianismo, porque soy un ateo persuadido que nadie es ungido por dioses para irrumpir en este atribulado mundo con propósitos de salvación. Pero, seré espectador de la derrota de la petulancia terrorista, que tuvo el atrevimiento de esclavizarnos.

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@jurescritor


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