Foto. Miguel Gracia

No sé si alguna vez di a conocer este texto, pero creo pertinente reiterar lo que sigue:

Mucho antes de cumplir los 47 años que duró su discreta vida portuguesa, el poeta Fernando Pessoa o si se quiere Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro Campos o Bernardo Soares, que fueron sus heterónimos más conocidos, nos enseñó a no rendirnos; dijo que nuestro viaje por los a veces iluminados y siempre errantes caminos del pensamiento y de la imaginación jamás debe encontrar su final en Itaca, la isla prometedora que acoge con beneplácito a los viajeros porque nuestro viaje, este peregrinar que es y seguirá siendo el arco de nuestras vidas, no debe acabar en el reposo y en la mansedumbre de las aguas. Itaca, al término del largo viaje, no es más que el tiempo que finalmente se detiene; el viejo árbol que ya no respira entre las ramas que alguna vez fueron frondosas; el cielo que se oscurece y no vuelve a amanecer; la vida que cesa cuando la aventura de vivir acaba.

De allí que lo que realmente importa no es llegar a Itaca como hizo Ulises sino permanecer en el camino para detenernos en algún lugar y sin movernos de allí aspirar el aroma de la vida y del conocimiento o, por el contrario, para desplazarnos de un sitio a otro ávidos y ansiosos pero sin llegar nunca a ningún lado ni a ninguna parte conocida. Vale para el artista, para el ingeniero, para el agrónomo, para el hombre común que somos.

El portento no está en terminar la novela o el relato o en colocar en el pentagrama lo que el compositor cree que será el último sonido o visualizar el cineasta el último plano del filme y terminar el poeta su poema. Lo que importa es la energía, la pasión que comporta hacerlo. Del mismo modo, el artista plástico debe obligarse a inventar constantemente nuevas formas y espacios; a rebuscar colores allí donde nunca los hubo y el hombre de teatro a organizar el texto e imprimir constantemente nuevos dinamismos corporales a la palabra que sostiene al actor en sus desplazamientos escénicos. Estar en el camino significa mantener vivo el placer de la creación. Sabemos, además, por Octavio Paz que “el poema es una obra siempre inacabada, siempre dispuesta a ser contemplada y vivida por un lector nuevo”.

El prodigio, pues, no está sólo en vivir; está en vivir en la palabra, en la imagen; dentro del sonido. ¡Es allí donde se encuentra la sede de la Divinidad! Escuchar, una vez más, a Vicente Huidobro: ¿Por qué cantáis la rosa -¡oh poetas!? ¡Hacedla florecer en el poema!» Y el “ars poético”, el port de bras de la bailarina significan amanecer en el camino viviendo, imaginando nuevos mundos, enriqueciendo nuestra sensibilidad y aceptando también la agonía de hacerlo porque el placer que nos trasmite el compositor, o el coreógrafo nace de su agonía y de su ansiedad provocadas por un impulso creador que se fundamenta en el rigor; una disciplina que le impone a su memoria la obligación de participar en ese proceso creativo permitiéndose el compositor o el diseñador de los movimientos del bailarín, extraer de ella, de su propia memoria, unas resonancias que han estado a punto de caer en el precipicio del olvido y que le ayudarán a florecerse; a crear desplazamientos nunca vistos o sonoridades jamás escuchadas.

El pasado siempre estará activándose cada vez que nos apetezca y cuando esto ocurre, obligamos a nuestra memoria a reencontrarse a sí misma, a rastrearse en sus propios tejidos conscientes nosotros, desde luego, de que el ámbito en que habita la memoria artística es infinito e incontrolable. Al alimentarnos de ese conocimiento del pasado podremos, si así lo preferimos, escapar entonces de la terrible y peligrosa nostalgia que busca atraparnos para encerrarnos en ella e impedir que avancemos. Para evitarlo, la memoria tendrá que incorporarse al presente pero dentro de una contemporaneidad enriquecida por la experiencia y el valor de las nuevas percepciones que hoy poseemos y manejamos.

¡Complace saber que estamos aprendiendo a vivir dentro de la palabra, sintiendo la emoción de hundirnos en la música o de permanecer suspendidos en el aire mientras duran los saltos de los bailarines! Lo que no deja de ser una experiencia gloriosa. ¡Es como integrar a Dios en el sonido o sentirlo extasiado contemplando el difícil equilibrio de la promenade, el vigor de la pirouette o el prodigioso desafío del grand jeté en avant!


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