«The eyes of others our prisons; their thoughts our cages»* (VIRGINIA WOOLF)

 

Si empiezo a escribir esta columna diciendo que la demanda de Spencer Elden ha sido rechazada por un juez, lo más probable es que usted no sepa de qué estoy hablando. No obstante, si comienzo compartiendo este titular de prensa «Desestiman la demanda a Nirvana por pornografía infantil en la famosa portada del bebé» (20minutos, 4.1.2022) ya va haciéndose una idea de qué hablo.

El disco Nevermind de Nirvana fue publicado en 1991. El niño de 1 o 2 años de edad por entonces, rondará ahora los 32 años, más o menos. En la portada del disco ―recordemos que los discos se editaban en vinilo y en un formato L.P Long Play (larga duración)― Spencer salía buceando desnudo en una piscina con los brazos y piernas abiertos dejando a la vista sus partes pudendas. A unos centímetros de su mano izquierda le acompañaba un billete de dólar. No vendría mal recordar que la desnudez nos iguala a todos cuando somos niños. Nada está hecho del todo. El pudor y la vergüenza vienen después. A veces, nunca.

El caso es que ese joven treintañero reclama ahora, treinta años después de aquella fotografía, una indemnización al grupo musical por daños morales y utilización de su imagen, suponemos que sin autorización. Afortunadamente, todavía hay gente con sentido común que sabe distinguir la inocencia del interés. Todavía quedan individuos que establecen una clara separación entre lo justo y lo injusto viviendo como vivimos inmersos en un buenrollismo descomunal.

Imagínese, querido lector, que con la intención de proteger la intimidad de cualquier persona, niño, niña, joven o adulto se impone la cultura del antifaz y se tacha la cara de todo aquel que aparezca en una imagen si previamente esta persona no ha dado su permiso. Indudablemente, hay excepciones.

Me viene a la cabeza la fotografía icónica de Nick Ut de la niña que huía desnuda por una carretera vietnamita junto a sus primos tras sufrir su aldea Tràng Bàng un ataque de napalm. Esa fotografía sin filtros convenció a muchos de la crueldad de la guerra de Vietnam. Ninguna guerra es buena.

Sigo dándole vueltas al asunto de la protección de imagen de la gente. Creo que las personas somos un nido de contradicciones. Por un lado, no queremos que se nos vea la cara, no queremos que se nos reconozca. Por otro lado, publicamos fotografías, videos y evidencias de que hemos viajado y recorrido mundo: cena frente a la torre Eiffel en París, mi novia y yo en Londres (al fondo Picadilly Circus). Los jóvenes viven ahora en mundos paralelos’ (léase la frase anterior a capricho, tres o cuatro palabras). Todo se hace a través del smartphone. Rapidez, información…

Ojo, también manipulación. Hoy hay gente que cuestiona cualquier cosa: la pandemia, la nieve, la existencia real de la calima, la nieve y hasta la guerra en Ucrania. Y, por increíble que parezca, la formación académica de quien cuestiona esto es mínima, solo que consigue difusión a través de la red internacional, Internet. Cito un par de ejemplos: TikTok (videos de bailes, retos absurdos, desnudos) e Instagram (fotografías y videos frente a un espejo, poses, imágenes de ensueño).

Hace casi ya un par de años, en junio de 2020 con motivo de un premio nacional a la mejor escuela, alguien captó un momento simpático de la visita de los reyes de España a un colegio gallego en una aldea de Pontevedra. Felipe VI se fijó en un niño que estaba aislado dando la espalda al acto oficial. Se acercó para hablar con él, ya sabe, haciendo amigos; pero el crío no le hizo caso, a pesar de la insistencia del monarca. Claramente el niño está en su derecho de hablar con desconocidos, tener conciencia republicana y estar de malhumor por lo que sea. Algunos dirán que esa fotografía podría incomodar al niño, dañar su imagen. Otros como yo, pensaremos que se trata de una instantánea tierna y graciosa. A lo mejor pensamos que no todo el mundo hace las cosas para conseguir algo y sabemos diferenciar entre inocencia y estupidez.


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