Un fuerte viento de desinformación sopla en los medios. Tomaré como ejemplo las elecciones parlamentarias en Países Bajos. Si hojeamos los periódicos, llegamos a la conclusión de que un partido de extrema derecha ha ganado los comicios. Si los leemos más detenidamente, descubrimos una situación más matizada. Es cierto que el partido de Wilders ha ganado terreno y obtenido 35 escaños de 150; no es exactamente un triunfo, y tampoco una señal de toma del poder. ¿Por qué debería asustarnos el partido de Wilders? ¿Por qué es de extrema derecha? Esta designación no obedece a ninguna definición precisa. Sería mejor llamarlo populista. El populismo tiene una definición exacta: una ideología que niega la diversidad y espera que los ciudadanos pertenezcan todos a la misma cultura y compartan el mismo nacionalismo. Por tanto, el populismo puede ser de extrema izquierda o de extrema derecha.

Volvamos a Países Bajos. Es innegable que el populismo basado en la hostilidad a la inmigración moviliza a una parte de la población cada vez más numerosa. Sobre la base de este miedo a los inmigrantes, el populismo se abre paso hasta el punto de llegar al poder en Suecia, Eslovaquia, Hungría e Italia. ¿Es el populismo lo contrario de la democracia? Sí y no. En la medida en que los populistas no aceptan la diversidad, no son verdaderos demócratas. Pero en todos los países en los que avanzan, aceptan las reglas de la democracia. Es más, cuando ejercen el poder, lo hacen de forma más moderada de lo que su programa da a entender: es el caso de Italia, Suecia y Eslovaquia. Dejemos de lado Hungría, donde la democracia parece estar efectivamente amenazada.

Me parece antidemocrático demonizar a los populistas hostiles a la inmigración. Estos partidos, como el de Wilders, representan a una parte importante de la población y son la encarnación de una inquietud real. Es lícito no compartir esta inquietud pero no se puede negar, ni tratar como fascistas a todos los votantes que apoyan a esos partidos. Aceptemos los resultados e interpretémoslos en clave liberal.

El modelo liberal exige que reconozcamos la dignidad de todos los ciudadanos, sean cuales sean sus creencias o temores, siempre que respeten la Constitución. Si el voto populista aumenta en Europa, es porque la inquietud es real. Podemos burlarnos de esos varones blancos que temen la islamización de su sociedad, pero ¿es posible que tengan razón? Tanta razón como los que se muestran indiferentes ante la inmigración. Desde un punto de vista liberal, hay que comprender antes que nada la naturaleza de esta migración. No son necesariamente los más pobres los que abandonan África sino los más emprendedores. Su audaz viaje a través de mil peligros para llegar a Europa merece nuestra conmiseración. Nos enfrentamos a un movimiento migratorio masivo que, desde el punto de vista de los inmigrantes, es legítimo. También es legítimo que nos inquietemos. De hecho, resulta difícil calcular si la contribución de los inmigrantes es positiva o negativa. Como la población europea envejece, compensan el déficit demográfico. La mayoría trabaja duro y realiza tareas que los europeos no quieren. Al mismo tiempo, estos inmigrantes se benefician del capital acumulado en Europa: sanidad, educación… Hemos financiado estos servicios públicos con nuestros impuestos, no los inmigrantes. El cálculo económico carece de una conclusión clara. Y las preocupaciones culturales que suscita la inmigración resultan difíciles de medir. Algunos están encantados con la diversidad que aportan los inmigrantes, a otros les indigna.

Lo sorprendente de este debate sobre la inmigración es la falta de reflexión. Los populistas están en contra pero no proponen nada realista para impedirla. Los demás partidos hacen la vista gorda y tampoco proponen nada. ¿Podemos encontrar una solución? Me parece que sí, recurriendo al arsenal de soluciones liberales. En materia de inmigración, los liberales defienden dos tradiciones. La primera, que procede de los economistas de Chicago, en particular Gary Becker, exigiría a los inmigrantes el pago de una tasa de entrada. Becker señala que todo aquel que emigra de un país pobre a uno rico tiene acceso inmediato al capital acumulado al que no ha contribuido. Sería lógico que los emigrantes pudieran comprar un visado que les diera derecho a acceder a ese capital. ¿De dónde sacarían el dinero? Sin duda de su propia comunidad, ya que la mayoría envía una parte de lo que ganan a su país de origen. Un visado remunerado sería una inversión rentable. Esta solución es teórica, ya que no se ha aplicado en ninguna parte. Pero arroja luz sobre las implicaciones económicas de la migración; aunque no sea una solución, es una explicación.

Existe una alternativa que yo llamaría la solución helvética. Hasta 2016, Suiza calculaba la cuota anual de trabajadores que necesitaba. Los inmigrantes eran acogidos legalmente a condición de que correspondieran a las cuotas establecidas por las empresas y en el plano cantonal. Esta solución tuvo que ser abandonada debido a la presión de los países europeos porque era contraria a los acuerdos de libre circulación. La solución suiza fue promovida por un eurodiputado de izquierdas, Daniel Cohn-Bendit. Lleva años sugiriendo que la Eurocámara adopte periódicamente una cuota de inmigración legal basada en nuestras necesidades. La inmigración sería entonces legítima, al igual que la prohibición de emigrar. Este sistema me parece mejor que la salvaje situación en que nos encontramos. Dejemos de poner el grito en el cielo y de insinuar que la extrema derecha va a apoderarse de Europa y a arrojar a todos los inmigrantes al mar. Adoptemos una solución realista, humana y aceptable para los países de origen y de acogida. La culpa de los liberales en este asunto es que no se hacen oír; sin duda deberían hablar más alto.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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