Una de las cosas que más me ha llamado la atención en la Venezuela pandémica es el modo en el que las personas han continuado su vida al margen del Estado. Imagínense por un momento entrar a una escuela de Derecho y decirle a los alumnos que recién comienzan sus carreras académicas y su futuro profesional que su país estará prescindiendo del uso de tribunales por más de seis meses. ¿Increíble? Creo que el adjetivo se queda corto.

Lo cierto del caso es que esta ausencia del funcionamiento de tribunales (y de otros órganos auxiliares para la vida del ciudadano, desde los servicios de identificación, pasando por registros y notarías) amerita una profunda reflexión. ¿Se paralizó la vida en Venezuela durante todos estos meses? La respuesta es que obviamente no. Sin embargo, la ciudadanía ha continuado con su proceso de vivencia -o subsistencia, como se quiera ver- a pesar de la parálisis estatal. Valga decir, la situación de total indefensión bajo la cual el Estado venezolano ha dejado a los ciudadanos.

Ahora bien, durante todo este tiempo, ¿se erradicaron de la faz de Venezuela los conflictos y la necesidad de administrar justicia? ¿No habrá más procesos de sucesión que atender, divorcios, demandas por daños y perjuicios, conflictos laborales, compañías que constituir y gestionar y, básicamente, realizar cualquier trámite jurídico para poder hacer vida dentro del país? Por supuesto que no. La gran noticia es que los venezolanos parecen haber continuado con sus vidas al margen del Estado, y todo parece indicar que así seguirán por un buen tiempo. A la espera de que, en algún momento, las cosas vuelvan a su cauce medianamente funcional.

Conviene preguntarse por qué razón el Estado de forma activa ha permitido que se llegue a esta situación. Más allá de tímidos e incompletos días de “flexibilización”, lo cierto es que desde el poder, hasta ahora, no se ha asomado mayor voluntad ni interés en que exista un mínimo de funcionalidad del sistema de justicia. ¿Razones? La lista puede ser grande. Desinterés, dogmatismo ideológico que mira con resentimiento y desprecio las instituciones del llamado Estado liberal-burgués, la propia condición del Estado fallido que impide el funcionamiento propicio de las instituciones, el esquema de incentivos perversos que simplemente no motiva a los funcionarios públicos a cumplir con sus obligaciones. A lo mejor se trata de una mezcla de todas las premisas esgrimidas e incluso de aspectos que ni siquiera he tomado en consideración.

Lo cierto del caso es que convendría examinar cómo ha funcionado el sistema de justicia y otras agencias gubernamentales en el resto del mundo a pesar de la pandemia y del coronavirus. Si bien es previsible que se hayan dado restricciones y limitaciones, nos atrevemos a presumir que difícilmente se haya llegado a los niveles de inoperatividad que detenta el caso venezolano.

Todas estas ideas, en su conjunto, las recojo con el objeto de recordar que una legalidad excesivamente costosa termina por ser desechada y menospreciada por la ciudadanía. Y el mayor costo es aquel de un bien o servicio que no logra conseguirse. En este caso, la administración de justicia y el funcionamiento de cualquier agencia gubernamental para un trámite esencial. Claro está que ello abre las puertas para fortalecer la llamada gobernanza privada y el poder que tienen los individuos y el sector privado para solventar sus problemas. Y si bien ello puede ser útil y viable en muchos de los casos, hay otros en los que lamentablemente no queda sino acudir al Estado para realizar un trámite. Ejemplos sencillos surgen a la vista: no puede un privado emitir un pasaporte, o procesar un divorcio. Mejor dicho, la ley se lo prohíbe porque el monopolio de esas tareas se lo atribuye el Estado para sí mismo.

En la medida que las circunstancias continúen en esta dirección, la ciudadanía venezolana tenderá cada vez más a una mayor informalización. Informalización que se traducirá en mayores uniones de hecho, mayor cantidad de gente indocumentada -o con documentación falsa y forjada-, comercios operando al margen de cualquier tipo de requerimiento normativo o fiscalidad, y llevándolo más allá, estableciendo la ley del más fuerte, en la cual no impera el Estado de Derecho sino la arbitrariedad y la violencia. Todo ello en un contexto de profunda pobreza y precariedad para la inmensa mayoría de la población venezolana. Urge de este modo concientizarnos de lo complejo que es este problema, el cual no solo se arregla con proclamas y denuncias, sino con una profunda revisión del papel del Estado en Venezuela.


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