La salvaje visión sobre el privilegio de Brandon Cronenberg es una combinación de horror corporal y sátira. El equilibrio no es del todo adecuado y termina por desplomarse. Pero en la memoria queda lo inevitable: la sacudida sensorial de una película filmada para desafiar cualquier norma. 

Hay dos cosas que saber sobre la película Infinity Pool de Brandon Cronenberg antes de verla. La primera es que por momentos resulta intolerable. La salvaje exhibición de sangre y vísceras derramadas, es un mensaje sin duda, pero también, la forma en que el director y también guionista, crea una atmósfera. Se trata de una versión sobre el privilegio y lo que ocurre cuando se transgrede todo límite, arriesgada y retorcida. Tanto, que convierte a su primer tramo en una exhibición de terror corporal que deja sin aliento. Una ventaja que el argumento sostiene como puede en medio de preguntas sin respuestas, elucubraciones acerca de la identidad colectiva y los horrores acerca de la perversión del deseo.

La otra es que todo lo anterior, no termina de ser comprensible. O mejor dicho, es el mensaje subyacente en una sátira acerca de la derrota moral y el fracaso personal. Entre ambas cosas, Cronenberg construye una historia inclasificable, a mitad de camino entre el terror y también, una irónica exploración de la fama y la avaricia contemporánea. Ambos temas obsesionan al realizador y ya eran parte, de forma tangencial y poco explorada, de Possessor, su película más conocida y la que conquistó el Festival de Sitges hace dos años. Pero en esta ocasión, Cronenberg dejó a un lado los disimulos y va directo al grano. La naturaleza humana es cruel, profundamente violenta y el film Infinity Pool quiere mostrarlo.

Tal vez, por eso sea tan desconcertante que el argumento comience con el autor James Foster (Alexander Skarsgard), siendo una decepción en casi cualquier cosa que se proponga. El personaje no es sencillo: es a la vez codicioso, confusamente sensible y al final, arrastrado por una serie de deseos inconfesables que, incluso, le aterrorizan. “Soy un monstruo y a veces lo descubro”, dice James, con una copa en la mano. Cronenberg exagera los maniqueísmos y dobles sentidos, para crear, al comienzo de su recorrido, una ópera bufa. De la misma manera que Buñuel en El discreto encanto de la burguesía, el realizador desea explorar la riqueza y la naturaleza del poder.

Lo hace, a través de este autor fracasado, cuyo primer libro fue una curiosidad literaria y en cuya estela, se esfuerza en sobrevivir. Pero James no necesita el dinero de las regalías que jamás llegarán. Lo que anhela con una desesperación enfermiza es el reconocimiento. Como el marido de Em (Cleopatra Coleman), tiene las influencias, el dinero y la opulencia que hacen de su ego indestructible. Al menos en apariencia. Pero la celebridad, la que aspira con una desesperación dolorosa, le resulta tan lejana como para convertirse en obsesión.

Durante su primera media hora, Cronenberg logra que sus personajes sean tan desagradables como humanos. Si algo sostiene la dinámica singular y brutal en Infinity Pool, es el hecho que James y Em resumen la noción del dinero y la relevancia como vehículo del poder, con inteligencia. Cronenberg construye un juego de poder en que el cuerpo es el centro en que confluyen todas las necesidades, deseos y la persistente duda, sobre el propio valor. Como una versión más peligrosa que la serie White Lotus de HBO, a la que imita en contaminar todas las relaciones con un propósito ulterior casi siempre cruel, Infinity Pool encamina toda su historia hacia un punto de colapso. James está insatisfecho, enloquecido y al límite. También, deseoso de probar extremos.

El horror comienza en medio de la belleza 

Atormentado por su fatuidad — de la que es consciente casi de manera deprimente — James va de vacaciones junto a su esposa a la isla Li Tolqa, una concesión del director a los universos ficticios en que ocurre el mal. Cronenberg convierte a la isla en un paraje misterioso, inquietante, temible, incompleto. Podría, o no existir, ser la ensoñación de James en su intento por recobrar la necesidad de escribir. O en todo caso, un enclave temible y retorcido, que se enlaza con ideas más oscuras y venenosas.

Pronto, lo que parece un retiro estival casi aburrido, se transforma en un encuentro a cuatro voces. La actriz Gabi Bauer (interpretada por una magnífica Mia Goth), reconoce a James y acaricia su ego con la misma habilidad de una amante. El marido de esta última, Alban (Jalil Lespert), es un observador ansioso del extraño coqueteo que desconcierta a Em, que la hace sentir fuera de elemento y en especial, de un círculo esencial.

Cronenberg convierte los celos en la primera percepción de lo venenoso, lo temible, que se esconde a simple. Poco a poco, la isla espléndida y radiante, se convierte en su reverso oscuro. Para el director, es de considerable importancia el contraste. La sensación que Li Tolqa es un límite entre lo profano y lo humano. Y que más allá de la búsqueda de lo deseable, es, también, una puerta al infierno.

Sangre, sudor y vísceras 

Cuando James asesina en medio de una situación turbia a un local, la película da un viraje angustioso hasta lugares brutales. En especial, cuando Thresh (Thomas Krestchmann), el oficial de mayor rango en la isla, deja claro que la ley occidental y su sutileza, no tienen relación con la forma en que se impartirá justicia. La pena es morir o matar — ser asesinado o permitir una cruel agonía — en medio de una combinación extraña de ciencia ficción y el terror corporal que se hace más repugnante cada vez.

Cronenberg logra emparentar la idea de hasta dónde la capacidad de la crueldad puede manifestarse, con un juego de escenas sangrientas que enlazan hacia algo más perturbador. ¿Cada ser humano es esencia malvado? Es una pregunta que se repite, entre gritos de dolor y también, la experimentación de niveles desconcertantes de paranoia y pulsiones eróticas. Todo mezclado, en la percepción del instinto por lo pérfido como inevitable.

Por supuesto, la película tiene mucho de desvarío y nunca aclara del todo que no lo es. Entre la mezcla de ejecuciones públicas, de amputaciones corporales y gritos de angustia, poco a poco se transforma en un escenario cambiante que pierde su sentido del absurdo — que fue en el primer y segundo tramo, su mayor sostén — por algo menos comprensible. Una versión del sufrimiento físico y el placer, enlazados y reconectados en algo más brutal y corrosivo.

Al final, el filme es un festival de tortura pornográfica y un refinado instinto para la provocación. Ambas cosas no siempre van juntas, pero es evidente que Cronenberg crea una obra que apela a un instinto mayor. La necesidad de matar o de morir. O en cualquier caso, de convertir la mera existencia humana en un excelso suplicio. “Nadie podría decirlo” dice James, que podría ser el mismo o solo el eco del hombre que fue, mientras aplasta la cabeza a una figura encapuchada. Una de las tantas imágenes que destrozan la conexión entre el filo de la belleza y el horror que sostiene al filme.


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