Cartel de Inparques de bienvenida al Waraira Repano (sic): el Cerro El Ávila de siempre.

¿La ortografía conlleva ideología? Por supuesto que sí. No es lo mismo –ni se escribe igual– Nomenklatura que nomenclatura (con minúsculas y una ce), aunque suenen parecido y procedan de la mismísima nómina latina, convertida la primera por los ñángaras en aquella elite política del Partido Comunista soviético, donde en la igualdad proclamada por Lenin esta era un poquito «más igual» que el resto de la humanidad.

En nuestro ámbito, la mera existencia de la Real Academia Española y sus correspondientes hispanoamericanas, estadounidense, filipina y ecuatoguineana representa una voluntad de unidad idiomática a la que se someten los 580 millones de personas que hablan español, sea como primera o segunda lengua, y que se expresa en la escritura de cada palabra según una norma que incluye tildes y diéresis, y una serie de letras que uno reconoce como propias del idioma de Cervantes tan pronto se las ve.

Cuando alguien escribe Türkiye en vez de Turquía, ya se sabe a quién obedece: a Erdogan o a la RAE. Si prefiere vídeo en vez de video (ambas grafías aceptadas) expresa su adhesión a la norma europea del español o a la americana. El mismo hecho de que haya ambivalencia ortográfica implica que la institución reconoce la validez de las variantes dialectales habladas a ambas orillas del Atlántico, lo que habla de la inclusión de nuestros académicos de la Lengua. La presencia de la hache en una palabra, o la utilización de la be o la uve revela el origen griego o latino del término incorporado al español, un idioma con memoria historia y cuya correspondencia entre la pronunciación y su sistema de escritura es casi total.

Sin embargo, donde más se refleja el tema ideológico en el ámbito de la ortografía es en la toponimia (nombre de los lugares) y en sus derivados, los gentilicios y los nombres de los idiomas, permeada como está por la geopolítica y la visión progre.

Un manual de estilo tan reputado, como el del diario El País, de España, que se tiene como referencia del buen escribir en muchas universidades venezolanas, obliga a sus periodistas a escribir Terranova al referirse a la provincia canadiense de New Foundland, o suajili y no swahili, para la lengua hablada en varios países del África oriental, dándole prioridad a la tradición española para ciertos nombres de lugares y sus derivados. No obstante, se vuelve un ocho cuando se trata de los topónimos de la propia España. Así el Libro de Estilo de El País (pág. 91) pontifica: «Los nombres de poblaciones españolas deberán escribirse según la grafía aceptada oficialmente  por el correspondiente Gobierno autónomo, que no siempre es la castellana». O sea, obligan a escribir Londres y Alemania (y no London o Deutschland), pero cuando se trata de Orense y Gerona, prefieren Ourense y Girona,  obviando la tradición y el nombre con el que los hispanoamericanos conocemos de siempre esas localidades.

El nacionalismo catalán o el gallego se hermanan, no obstante, con el indigenismo de estos lados, quizá debido a su alineación a la izquierda o a cierto fundamentalismo, tan aficionado a la reivindicación de las «raíces verdaderas», puestas en comillas porque cuando no se conocen a ciencia cierta los orígenes, simplemente se inventan, tal como se ha visto por estos ñaragatales.

El fundamentalismo beneçolano

Una vieja polémica entre lingüistas e historiadores tiene que ver con el nombre de Venezuela, para quienes es una deshonra que este apele a la gran Venecia, pero venida a menos, a juzgar por el sufijo «uela», que tanto recuerda al peyorativo mujerzuela de la calle (espero que no me cancelen por usar un lenguaje tan propio del patriarcado machirulo, aunque lo haya usado con fines pedagógicos).

En el volumen IV de sus Buenas y malas palabras, el filólogo Ángel Rosenblat (1908-1984), recoge la pretensión de algunos de negar el origen europeo del nombre con que Alonso de Ojeda y Américo Vespucio le pusieron a una población de palafitos en el golfo de Coquivacoa y al que llamaron así por recordar a la plácida ciudad italiana fundada sobre las aguas.

Para hacer corto el cuento, en 1948 apareció un texto de un carmelita llamado Antonio Vásquez de Espinosa que sostenía que el nombre de Venezuela era indígena, pues «en la lengua natural de aquella provincia quiere decir Agua grande, por la laguna de Maracaibo en su distrito» (Compendio y descripción de las Indias Occidentales, 1628, citado en la obra de Rosenblat).

El maestro hispanista judeovenezolano de origen polaco revisó todas las lenguas indígenas de la región, comenzando por el guajiro, y no halló ninguna expresión cuyo sonido se asemejara al de la palabra Venezuela. En otra sección del mismo libro, Rosenblat aborda las diferentes grafías con las que se conoció el país, siendo Uenençuela y Beneçuela unas de las primeras. Dada la arbitrariedad a la hora de ponerle nombre al territorio, ¿no saldrá por ahí algún fundamentalista que decida que Venezuela se ha escribir con be y cedilla, como pasó en Méjico cuando decidió echar para atrás la reforma ortográfica de la RAE de 1815 y obligar a todo el mundo a escribir México, como si se tratara de los talleres aquellos que anunciaban en la radio de los 80, cuyo lema era que se escribía con erre y dos oes, «pero se pronuncia ruts»? No se extrañen si algún veguero de la muy imperial comarca de San Carlos de Austria, para no sentirse ofendido, empiece a exigir llamar Coxedes a su estado, apelando el mismo principio, porque lo que es igual no es trampa, y de parejero el beneçolano tiene mucho.

El indigenismo pitiyankee

Todos hemos observado con absoluta estupefacción cómo los gobernantes de nuestro país, en las dos últimas décadas, han intentado sustituir nombres de ciudades, montañas y ríos, cuyos apelativos provienen de la época hispánica –cuando sacerdotes y militares exploraron el territorio– por supuestas voces indígenas, algunas de las cuales suenan francamente a invención. Así hemos visto cómo nuestro querido cerro El Ávila ha sido rebautizado como Guaraira Repano (aparentemente quiere decir Sierra Grande en alguna lengua caribe), a partir de algún documento hallado por allí y que algunos han dado por verdad absoluta, sacralizándolo como «auténtico» e «incuestionable».

Así bien, en su momento, el desaparecido presidente Chávez, desde su creatividad y sapiencia histórica propuso cambiarle el nombre a la capital carabobeña –la Nueva Valencia del Rey de 1555– la cual debía recuperar el Takariwa (supongo que habría de escribirse así) de una supuesta ciudad indígena (sic) a la que Alonso Díaz Moreno habría rebautizado con tan castiza denominación y de la que nadie ha dado cuenta, ni antes ni ahora.

Pues bien, a esa supuesta «recuperación» de topónimos (y en algunos casos de antropónimos, como el de algunos caciques históricos o de nombres de tribus) se les aplica una mayor deshispanización de tipo ortográfico, por lo que los fonemas recogidos por los frailes españoles –tan dados a normalizar y entender las lenguas indígenas durante el período de la evangelización y expansión de las Españas por estos andurriales– se les sustituyen con grafías más cercanas al inglés o al alemán, para darles caché y una aparente alcurnia aborigen.

Así pues, de Guaraira Repano el pobre cerro al que le cantó Ilan Czenstochowski (Chester, para los efectos del mercadeo discográfico) pasó a ser Waraira Repano, con una doble uve pronunciada a lo gringo y el Aponguao sería Aponwao (como lo escribirían en Georgetown, en la ex British Guiana, la misma que se quedó con el territorio aledaño y que Venezuela justamente reclama como criollo, por ende, adscrito al mundo de habla española). Esa onda llegó al paroxismo cuando alguien en la prensa larense escribió Skuke por la muy trujillana Escuque, retomando así la manera con que los thimoto-kuikas (sic) se referían a esa población en los papiros, faxes o pergaminos ancestrales que aquella periodista halló en las cavernas de su propia fantasía.

Todo este «fundamentalismo indígena» reflejado en la manera de escribir los nombres de los lugares no es más que un mito, como si las lenguas ágrafas de nuestros indios tuvieran un sistema ortográfico parecido al del inglés, el alemán o el holandés, y que se ha convertido en el lenguaje «políticamente correcto» –o sea, ideologizado– con que escribe la prensa. Así tenemos indios Waikeríes, Wayüü (que no guayús ni menos guajiros, con mayúsculas y uve doble, como se escribiría en el New York Times), Waraos, Kariñas (no pudieron con la eñe) y pare usted de contar, con lo que alguien se ofende si uno las escribe tal como suenan en español o los nombra como se hacía antes. Lo irónico estriba en que, para sacarnos de encima el eurocentrismo español, debimos huir a los brazos de la Pérfida Albión, cuando no a Francia, Bélgica o Alemania. Cuando Venezuela era la Klein Venedig (que en alemán significa literalmente la Pequeña Venecia, ¿¡vieron que sí significa eso, ah!?) o Welserland de los Bélzares alemanes, Felipe de Hutten escribió en su correspondencia la palabra Warekessimet –o algo parecido– al referirse al río del que tomó el nombre la capital de Lara (el Turbio) y no por eso es más auténtico que el Barquisimeto del cuatro y del corrido de mis años mozos. ¡Na waráh!, como dirían los descendientes de gayones o ayamanes que cada 12 de octubre se disfrazan de indios sioux para conmemorar la resistencia indígena y no precisamente en un acto escolar.

En el marco de la descolonización de la historia que impulsa el gobierno a partir del Plan de la Patria 2019-2025, se pretende darle protagonismo a lo aborigen. Pero, ya que no sabemos cómo se llamaban exactamente estos lares antes de la interpretación fonológica de las lenguas nativas hechas por los españoles, al menos las única opciones posibles parecen ser deshipanizar el mapa o inventar un nombre «antiguo».

Esa ortografía pitiyankee pretende alzarse como parte de la «descolonización cultural» de los indigenismos y los fundamentalismos históricos que tienen más de fantasía que de verdad, más de antihispanismo que revaloración de los pueblos originarios… Al fin y al cabo, la idea no es recuperar el lejano pasado aborigen, sino reescribir –aunque sea con borrones– la civilización que trajo España, o sea, nuestra propia herencia cultural, difuminada y confundida entre leyendas negras, disonancias históricas y cuentos de camino.


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