Indiana Jones y el dial del destino de James Mangold cierra el recorrido del personaje titular con dignidad y una nota sombría. Sin embargo, no le hace del todo justicia al legado del cual procede y mucho menos, a la alegría desvergonzada de sus anteriores entregas. Aun así, el tributo es lo suficientemente elegante para trascender. 

En al menos dos de las escenas de Indiana Jones y el dial del destino de James Mangold, el arqueólogo y profesor próximo a la jubilación interpretado por Harrison Ford, habla de la muerte. No solo se preocupa por la realidad física de la edad —que se manifiesta en toda una serie de achaques pretendidamente jocosos— sino también en su miedo a la finitud. Se trata de un cambio considerable en la actitud del que fuera el aventurero más desenfadado de la cultura pop. El mismo que fue a Perú por unas desconocidas reliquias y casi muere en el intento, que estuvo a punto de ser arrasado por el fuego Divino del Arca de la Alianza. Que caminó a ciegas en un abismo sin fondo en Petra, que miró con ojos asombrados a una nave espacial. Y no olvidemos, sobrevivió a una explosión atómica en un refrigerador.

Pues bien, en su última aventura, Indiana Jones pasa más tiempo tratando de evitar romperse un hueso que enfrentando al misterio de turno. El guion de Jez Butterworth, John-Henry Butterworth y el propio James Mangold explora la eventualidad de la vejez, la incertidumbre al futuro y el temor al porvenir, como una parte integral de la historia. Lo hace, además, en un argumento que vuelve sobre el hecho del tiempo una y otra vez. Es el tiempo el que retrocede en las primeras escenas, para mostrar a un Indiana Jones rejuvenecido por obra y gracia del retoque digital y que, de nuevo, se enfrenta a los nazis.

Es el tiempo, la preocupación del anciano Indiana, ahora en 1969, en busca de un nuevo artefacto portentoso en compañía de Helena (Phoebe Waller-Bridge). Y por supuesto, es el tiempo el núcleo vital de una historia que juega con la imposibilidad desde la idea de lo desconocido. Esta vez, la visión del arqueólogo es la de un hombre que descubre, casi por casualidad, el secreto de la existencia y la percepción de la materia. Un invento portentoso, capaz de ir y venir a través de las brechas de la historia para explorar en el devenir de los años — décadas, siglos — con atención. Pero el mecanismo, llega en un momento de la vida de Indiana, en que el asombro no le empuja a la curiosidad, sino a la vulnerabilidad.

Un terreno movedizo lleno de sombras 

Uno de los grandes problemas de la cinta, es el acercamiento doloroso hacia un personaje que siempre se destacó por su energía, entusiasmo y arrojo. No era un aventurero perfecto ni, tampoco, uno destinado al heroísmo. Indiana Jones siempre fue un sabio curioso que avanzaba a tropezones para encontrar la verdad. O en cualquier caso, lo más cercano a ella.

La versión de James Mangold, tan parecida al Logan decadente que convirtió en una de las mejores películas de superhéroes de la historia, entristece por su renuencia a contemplarse en su fortaleza. Antes que eso, Indiana intenta contemplar su trascendencia a través de lo que puede hacer. Sabe que la muerte está cerca y que también, nada de lo que ha hecho, será recordado. “Al menos como lo deseo”, dice en voz baja, mientras intenta descifrar la enésima estratagema de los nazis — esta vez protegidos por Estados Unidos en un polémico programa de arrepentimiento tardío — y salvar el mundo.

Pero ¿qué desea salvar Indiana Jones esta vez? Hay una pesarosa visión sobre el legado que Mangold exagera hasta el absurdo. Tanto en el tono de la película — la primera media hora está cargada de guiños hasta volverse un festival de buenos recuerdos — hasta en la manera en que el profesor Jones desea ser concebido. Muy anciano para sus reconocidas piruetas, saltos e incluso, utilizar su látigo, se limita a aconsejar. “Para esto he llegado a esta edad” se queja Indiana, mientras Helena, le protege, arma en manos de los enemigos a marras.

Un conocido enemigo a vencer

En esta ocasión, la sombra del miedo y del mal es más elegante y menos caricaturesca que en otras ocasiones. Voller (Mads Mikkelsen) un físico nazi que ya se enfrentó a Indiana en 1936, vuelve al presente de la década de los sesenta, en busca de un secreto. Uno tan poderoso, inquietante y trascendental que podría cambiar la historia. O mejor dicho “hacer la historia”, tal y como comenta el personaje mientras despliega todas sus habilidades para vender a Indiana, a años de distancia de su primera derrota.

Pero quizás, el intento del guion de usar el viaje en el tiempo en una época en que el tropo se ha hecho recurrente, sea el punto más bajo de la película. Indiana Jones y el dial del destino llega a su tercer acto, para hacer un recorrido por toda su historia. No solamente eso, para entrar de lleno en el terreno de lo intangible y vincular a la película con cada uno de sus elementos distinguibles. Es entonces que el largometraje se transforma en una colección de objetos arqueológicos de la cultura pop, a mayor gloria de su propio argumento. Si algo se lamenta de esta travesía, es que sus últimos veinte minutos, no sean un homenaje, sino un salto al vacío en el que este Indiana, encontrará todos sus otras versiones y comprenderá, que más allá de la aventura se encuentra la muerte. O al menos, un final digno.

¿Era necesario algo semejante para un personaje como Indiana Jones? La recurrencia de secuelas tardías hace preguntarse si el cine solo desea completar sus trayectos hacia puntos más concretos y reelaborar sus grandes argumentos icónicos. No obstante, James Mangold no tiene la habilidad — ni tampoco la energía — para responder algo semejante. Su mayor problema.

 


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