Nueva Valencia del Rey fue capital de la Primera República entre 1810 y 1812, cuando se trasladaron a ella los recién constituidos poderes públicos; también lo será en 1830, tras la disolución de la Gran Colombia –convertida en sede provisional del Congreso Constituyente y creador de la República Aristocrática de José Antonio Páez–. Solio de notables acontecimientos históricos –entre ellos sobresale el Carabobo de aquel heroico 24 de junio de 1821–, fue cuna propia y adoptiva de insignes venezolanos –entre otros los generales Diego Ibarra, quien fuera edecán del Libertador y Juan José Flores, primer presidente del Ecuador, el médico y prócer de la Independencia doctor Carlos Arvelo, los artistas Arturo Michelena, Antonio Herrera Toro, Andrés Pérez Mujica, Luís Guevara Moreno y Oswaldo Vigas, los intelectuales Ramón Díaz Sánchez, Alejo Zuloaga, Manuel Pimentel Coronel, José Rafael Pocaterra, Francisco González Guinán, Abigail Lozano y Enrique Bernardo Núñez, los políticos y diplomáticos Alejo Fortique, Zoilo Bello Rodríguez, Manuel Antonio Matos y Enrique Tejera Guevara, quien fuera el primer Ministro de Sanidad luego de la creación de ese despacho en 1936–, todos ellos –y muchos más que igual quisiéramos nombrar– expresión genuina del gentilicio carabobeño de todos los tiempos.

Valenciano a carta cabal fue el abogado, empresario y político Lisandro Estopiñan Esparza –el gran “Paíto” para la intimidad familiar, sus coterráneos y amigos–, hombre de bien, de reconocido espíritu público, de comprobados méritos en el desempeño de su profesión, de la labor docente universitaria, de la función de gobierno regional –ocupó la Gobernación de Carabobo entre 1971 y 1973– y de la actividad parlamentaria –fue Diputado al Congreso de la República entre 1964 y 1969 y Senador entre 1993 y 1999–, vigoroso amante de su tierra venezolana e igualmente orgulloso de nuestros orígenes peninsulares y de la cultura hispánica que nos identifica. En Carabobo se le recuerda como “el gobernador de los barrios”, destacándose además de su manifiesto interés en mejorar las condiciones de vida de las zonas marginales –los planes de saneamiento ambiental, de electrificación y vialidad–, las obras singulares de su gestión como la Autopista del Sur que conectó a Valencia con el Campo de Carabobo –inaugurada en junio de 1971 por el Presidente de la República en ocasión del sesquicentenario de la gloriosa Batalla–, la Redoma de Guaparo, los Distribuidores de San Blas, de El Trigal, del Colegio de Abogados y de Santa Rosa, el Parque Recreacional Sur en cercanías de la Plaza de Toros, la Urbanización La Isabélica, el Liceo Manuel Felipe Tovar y la Escuela Técnica Víctor Racamonde, entre otras realizaciones que sería prolijo enumerar. Su honestidad a toda prueba en el manejo de los fondos públicos, le ganó el reconocimiento y respeto no solo de los carabobeños, sino además de todos los venezolanos.

Paíto y los toros

La tauromaquia como valoración del comportamiento del toro y del torero en la plaza, aunada al conocimiento de las reglas que delimitan la práctica y el arte, fueron tema predilecto para Paíto en regulares encuentros y tertulias de aficionados, prácticos y profesionales del histórico oficio que constituye una genuina expresión de cultura española e hispanoamericana. El arte nacido y perfeccionado allende los mares se hizo venezolano por antonomasia desde los primeros tiempos del régimen español en América, siendo igualmente muy valenciano –notables faenas en aquellas “arenas” de tanto abolengo (aún antes de 1921) tuvieron continuidad en la imponente Plaza Monumental inaugurada en 1968 como la segunda más grande del mundo–. Una de ellas que quisiéramos recordar en este espacio-homenaje a nuestro dilecto amigo desaparecido, tuvo lugar el 26 de junio de 1971 como parte de los actos conmemorativos del sesquicentenario de la Batalla de Carabobo. Con toros de Reyes Huerta para los grandes maestros Antonio Bienvenida, Luís Miguel Dominguín y César Girón –quien aquella tarde triunfal anunciaba su retiro definitivo de los ruedos–, en una Valencia orgullosa de ser “cuna de destacados entendidos” –así la calificó nuestro admirado César Dao Colina, inigualable cronista, cultor y defensor de la fiesta y particularmente de la “tradicionalidad taurina carabobeña”–, se dio aquel festejo sencillamente de antología que contó con la presencia del ciudadano Presidente de la República y sus invitados especiales –tuvimos el privilegio de acompañar a nuestro padre en esa ocasión histórica–. La corrida contó con la preceptuada comparecencia de Lisandro Estopiñan Esparza, para entonces orgulloso Gobernador de Carabobo y taurómaco de postín, quien como testigo calificado nos recordará los detalles en más de una ocasión memorable. Y es que Paíto fue un gran aficionado y avezado defensor de la fiesta.

Su hija Milagros nos contaba recientemente, que fue tal la afición de Paíto a los Toros, que durante 45 años mantuvo su inalterable abono en la Plaza de la Maestranza de Caballería de Sevilla –para todas las corridas de Feria en la fila 6, sobre el tercio de matadores–; solo estuvo ausente de tan colorida y tradicional feria, mientras ejerció el cargo de Gobernador de Carabobo. Igual asistía a las tertulias reunidas en cualquier “bar de tapas” aledaño a la hermosísima Plaza para comentar la faena de la tarde; conversaba con amigos ganaderos españoles e hispanoamericanos, siempre con esa natural avidez de quien quiere profundizar en el conocimiento de los Toros. También fue asiduo concurrente de la Feria de San Isidro en Madrid.

Amigo íntimo de Curro Girón –torero de gran temple y hondura que salió cinco veces por la Puerta Grande de la Monumental de las Ventas–, conservaba afectuosamente reliquias obsequiadas por la familia del diestro en ocasión de su prematuro fallecimiento en 1988. No se perdía las alternativas tomadas por toreros venezolanos en España, entre las que recordaba a Morenito de Maracay, el 31 de mayo de 1981 –el torero venezolano de mayor proyección en España después de los hermanos Girón–. En la Monumental de Valencia, apoyó incondicionalmente la fiesta, para luego recibir a los toreros en su residencia de Guaparo, entre quienes se contaba el gran Francisco Rivera Pérez, mejor conocido como “Paquirri”, cuya hegemonía en el toreo le había situado en los primeros puestos durante varias temporadas. Hasta el final de sus días mantuvo un inalterable interés por la fiesta brava, leyendo anécdotas y costumbres de Sevilla, la biografía de su admirado Curro Romero y el poemario de Andrés Eloy Blanco –ya dijimos que Paíto fue ante todo un gran venezolano–.

Tuvimos la gran suerte de conocerlo y de tratarlo en la intimidad familiar, donde siempre hizo gala de sus dotes de padre y abuelo ejemplar, amantísimo esposo y amigo espontaneo. Se nos ha ido en un momento que sigue siendo difícil para Venezuela, para su Valencia señorial y para todo cuanto tiene que ver con nuestra maltratada democracia. Pero nos deja su ejemplo de liberal doctrinario y de buen ciudadano, así como el recuerdo de una amistad perdurable que conservaremos como en álbum de familia.

 

 


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