Escribir sobre la trayectoria y tránsito a la eternidad de mi querido y admirado primo Leopoldo Briceño-Iragorry Calcaño deviene en compromiso de veras abrumador. Resplandecen adorables recuerdos de lo que siempre ha sido una entrañable relación familiar, desde los tiempos todavía no tan remotos de mis tíos Leopoldo y Corina, cuya memoria imborrable sigue siendo para nosotros una palpitación de amor y esperanza.

Leopoldo –Leo para la intimidad familiar y sus más cercanos amigos– fue un médico cirujano de aquilatados méritos, instructor por concurso en la Cátedra de Pediatría del Hospital Clínico Universitario de Caracas, avanzando por méritos acumulados en el escalafón hasta alcanzar el rango de profesor titular en 1981. Su Tesis Doctoral sobre “tumores abdominales en el niño” le valió –UCV, 1979– el título de Doctor en Ciencias Médicas –había realizado cursos de posgrado en cirugía infantil en el Hospital de Niños de México entre 1969 y 1970–. Ya en 1969 había fundado con otros galenos de reconocida celebridad, la Sociedad Venezolana de Cirugía Pediátrica y en 1974 la Asociación Venezolana de Cirugía Pediátrica, que presidió entre 1990 y 1992. Autor y coautor de importantes trabajos publicados sobre su especialidad y otros temas relacionados con la medicina y la salud pública –entre ellos biografías de médicos venezolanos–, también fue editor de la celebrada Colección Razzetti. Ingresó en 1985 como Miembro Correspondiente en la Academia Nacional de Medicina, de la cual en 1995 resultará electo Individuo de Número para ocupar el Sillón VIII, luego de presentar su trabajo de incorporación titulado Tratamiento quirúrgico del Megacolon Congénito, experiencia de 25 años. Después de haber sido secretario por varios años, fue electo presidente de la Academia Nacional de Medicina para el período 2018-2020, en cuyo brillante desempeño se erigió junto a sus colegas académicos en conciencia nacional y voz de alerta ante los graves problemas de salud pública que todavía agobian a nuestro país.

Leo no solo fue un hombre de espíritu público, sino además un gran familiar siempre presente en los momentos buenos y menos buenos de sus numerosos deudos, así como amigo dilecto de quienes en cualidad de tales se cruzaron en su camino. Siempre recordado por su honradez y natural bonhomía, nunca dejó de atender a todo aquel que necesitó el amparo de su sabiduría y ciencia médica. Pero además era jovial a su manera muy Briceño de conducirse entre familiares y amigos. Enamorado de la naturaleza y de la fauna silvestre, fue un genuino cultor del arte venatorio en todas sus vertientes, coautor –junto a su ilustre padre, también académico y hombre de ciencia–, de los “papeles de cinegética” que recogen conocimientos científicos y experiencias vividas en bosques y llanuras venezolanas. Un verdadero deleite del espíritu resultó siempre para mi escuchar del mismo Leo, el recuento de sus numerosas aventuras en Aguaro, en Palenque, en Cojedes, en Barinas y en Apure, con su escopeta al hombro y la emoción del buen montero en el alma. Sus amigos cazadores –entre quienes recordamos a los desaparecidos Julio de las Casas, Salvador Lairet, Alfredo Fonseca y Rubén Jaén Centeno–, nos hablaban con agrado y admiración de aquellos memorables lances compartidos con Leo, siempre rezumantes de destrezas y ante todo ejercicio ético del deporte.

La diáspora que sobrecoge a la familia venezolana conminó a nuestros queridos Leopoldo y Edna a distanciarse temporalmente del país que nos ha dado tantas cosas buenas; Miami será el lugar elegido para volver a juntarse con hijos y nietos. Aun así, en semanas recientes, nos comunicó su terminante intención de volver al solio caraqueño, al reencuentro con la familia que había quedado en Venezuela, a su claustro académico, a los amigos jugadores de dominó y bolas criollas, a sus enjundiosos estudios e investigaciones, en fin, a su pasión de vida: la medicina. Dios dispuso para él otra suerte que acatamos con cristiana entereza.

Se nos ha ido Leopoldo en un momento todavía muy comprometido para la nación venezolana, particularmente para la salud pública, una de sus grandes inquietudes. Fue perspicaz en lo tocante a todo cuanto podía y debía hacerse para mejorar la condición de vida de sus conterráneos, de los menos favorecidos que como decía el Maestro Gallegos “aman, sufren y esperan”. Nos queda su ejemplo de virtud y moral cristiana, de probidad y amor al estudio como puntal del conocimiento científico, de la prevención y el tratamiento de las enfermedades.

Cerramos estas sensibles anotaciones con un pensamiento de Leopoldo, fiel reflejo de lo que fue como médico, como hombre de bien cuyo recuerdo imperecedero llevaremos siempre en el corazón: “…He considerado nuestra profesión noble, humanitaria y ética; hemos ejercido la disciplina científica y académica que aprendimos, y lo más importante, resolvimos los problemas de nuestros pacientes, con visión pedagógica y social, diagnósticos inmediatos y acertados, con una terapéutica oportuna, precisa, eficiente y curativa, conservando todos los preceptos bioéticos que nos enseñaron…”. He allí su legado inmaterial para las nuevas generaciones de médicos formados en la investigación, la reflexión y el aprendizaje, a quienes tarde o temprano corresponderá llevar adelante la recuperación y decisiva transformación de la sanidad en Venezuela.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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