En un breve comentario sobre el Diario de una señorita que se fastidia, José Rafael Pocaterra nos dice que María Eugenia Alonso no es precisamente un carácter, es un caso. En ella se desdobla el inmenso talento de la ilustre escritora –Ana Teresa Parra Sanojo, mejor conocida como Teresa de la Parra–, precursora de un saber nacional sincero y libre o “…la verdadera literatura de un país: fírmela una mujer bonita, distinguida, rodeada de todas las preocupaciones sociales de su época y de su medio…”. En ella encontró Pocaterra un ingenio que a ratos sabe a Rachilde, en otros a Colette, aunque elevando un concepto puro, noble y descorazonado por sobre tan admirables cerebros femeninos. En un fragmento del Diario se lee: “María Eugenia Alonso es una persona que teniendo ya diecisiete años tiene además una altísima idea de sí misma”. Bellísima e inteligentísima, a la manera de decir del doctor Lisandro Alvarado, es quien “…escribe el diario de una época de su vida [en Caracas] porque se fastidia lejos de París…”.

Releer estos comentarios y fragmentos de Ifigenia –la autobiografía de María Eugenia Alonso que es toda Teresa de la Parra en su más profunda vibración emocional–, me trae al afectuoso e imborrable recuerdo de Elia Bunimovitch de Pérez-Luna –Memé para la intimidad familiar–, con quien hablamos más de una vez sobre la novela que para el escritor y académico Luís Eduardo Nieto Caballero había sido como una explosión en Suramérica. Todas las mujeres nuevas, saludando el conmovedor alcance de la autora, en alguna medida se reconocieron en una obra de singulares contornos. Al comentar el epistolario íntimo de Teresa de la Parra, la poetisa, novelista y ensayista venezolana Gloria Stolk, autora de La Casa del Viento, en la que también recrea detalles de la Caracas que abría los ojos al siglo XX, nos refiere que la escritora de aquellas cartas “tiene la misma maravillosa claridad ática, la misma gracia traviesa, la misma profundidad ingenua de la protagonista de Ifigenia”. Para ella, Teresa de la Parra es la rosa de los vientos que “…señala un nuevo rumbo a la marinería soñadora de los que escriben…”.

Elia fue una mujer virtuosa e ilustrada –el paradigma de una persona culta–, de garbosa figura, discreta y ese don de gentes y valor personal que caracteriza a las heroínas de la vida real. Sobrina de Teresa de la Parra y por tanto partícipe de una tradición de familia cultivada en el conocimiento de las letras, se hizo ávida lectora de los clásicos y modernos –en sus corrientes románticas, simbolistas, realistas, naturalistas– de la literatura universal. Abordó con interés y objetividad el estudio de la historia –nunca exento del necesario juicio crítico–. También dedicó tiempo y afán a la práctica y al examen de las artes plásticas en toda su urdimbre estética. Fue una artista consumada que supo comunicar emociones y sentimientos desde su alegre visión del mundo y de los colores del trópico.

Nacida en París en 1927 –en Saint Cloud–, vino con sus padres a Venezuela en 1936, donde estudió en el Colegio San José de Tarbes de El Paraíso –allí asentará sus primeras amistades, entre ellas nuestra recordada Julieta Pardo Figueredo y las hermanas Arcaya Urrutia–. Casó en Caracas con José Rafael Pérez Luna –caballero a carta cabal, de muy grata memoria–, con quien fundó una honorable familia bajo principios y valores cristianos. Sus casas en Caracas –donde vivió desde 1945 hasta el final de sus días– y en Caraballeda, siempre estuvieron abiertas al convite de sus numerosas amistades y relacionados. Era de verlas entonces en el despliegue del buen gusto y amabilidad para con tan alegres concurrentes.

En una inolvidable oportunidad, Elia se propuso recrearnos –a Emily y a mi– el París adorable de su infancia –el mismo que vivió Teresa de la Parra–. Su familiaridad y conocimiento de la Ville Lumière, hizo posible para nosotros un inusitado recorrido de lugares insospechados para el común de los viajeros –calles, colecciones privadas devenidas en museos de ensueño, plazas y monumentos rezumantes de tradición, historia y belleza–. Con qué gusto compartía su sabiduría y el natural alborozo que incitaban aquellos itinerarios sencillamente de antología.

Elia aprovechó cabalmente sus 96 años de fecunda existencia. Aunque había nacido en París, fue una caraqueña empedernida, ferviente defensora de los valores de nuestra nacionalidad venezolana. Nunca pasó por su mente la posibilidad de radicarse en otro sitio, a pesar de todos los factores nugatorios del sosiego social que han caracterizado las dos décadas transcurridas en lo que va de siglo. Fue muy voluntariosa y creativa en cuanto le vimos hacer o decir siempre. Viajó por el mundo con esa mente abierta de quienes quieren absorber experiencias y conocimientos diversos. Venezuela fue su pasión de vida, proyectada sobre el mar de los caribes –Caraballeda y Los Roques– que tanto cautivó su esencia a lo largo del tiempo. Tuvo una altísima idea de sí misma –era su temple– y fue espléndida al momento de compartir su erudición con el entorno familiar y social que la rodeó. Se ocupó con vehemencia de los suyos, a quienes reunía con insistente disposición –su casa fue un centro de afectos y de frecuentes acercamientos entre hijos, nietos, biznietos, parientes y amistades–. Un ser de veras excepcional, a quien llevaremos por siempre en el recuerdo exaltado por el privilegio de su amistad.


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