Esta semana, el mundo ha cambiado: India tiene ya más habitantes que China. Esta, durante siglos, fue la nación más poblada de la Tierra. Ya no lo es. Pero los indios no tienen ninguna razón especial para celebrar este récord demográfico. Porque, en 1960, los dos pueblos tenían economías comparables, una pobreza común; hoy, la renta per cápita de China, unos 12.000 dólares, es cinco veces mayor que la de India. Es cierto que estos promedios no tienen en cuenta las desigualdades regionales, a menudo espectaculares. La China marítima, en el este, es dos veces más próspera que la China del interior, mientras que en India el sur es dos veces más rico que el norte. Estos promedios tampoco tienen en cuenta la desigualdad; China es el país más desigual del mundo, seguido de cerca por India. Lo que no impide que el relativo éxito económico de China sacuda profundamente a las élites y al pueblo indio.

Los gobernantes chinos, basándose en su relativo éxito, lo atribuyen a su todopoderoso Estado central, a la ideología incuestionable del Partido Comunista y a haber abrazado la globalización desde la década de 1970. India, por el contrario, se mantuvo hasta la década de 1990 encerrada en sí misma, hostil a las inversiones extranjeras. Favorecía la agricultura tradicional y la artesanía por lealtad a las enseñanzas morales de Mahatma Gandhi, que idealizaba la frugalidad. A este legado se superpuso la extraña admiración que sentían Jawaharlal Nehru, el primer jefe de Gobierno después de la Independencia en 1947, y su hija Indira Gandhi por el socialismo soviético.

Durante los casi cincuenta años de este régimen ideológico, mitad gandhiano mitad soviético, el capitalismo estaba mal visto en India, y era casi imposible crear una empresa, por pequeña que fuera, sin múltiples autorizaciones burocráticas; a India se la apodaba entonces el ‘Imperio de las autorizaciones’ (‘Licences Raj’), todas ellas sellos que favorecieron la notoria corrupción de hasta el más humilde funcionario. Al mismo tiempo, el Estado indio o más bien los estados de India, al tratarse de una confederación, no cumplían sus cometidos básicos; escuelas públicas lamentables, instalaciones sanitarias indignas, falta de infraestructura viales, marítimas y ferroviarias. Fue necesaria la caída de la URSS en 1991 para que India cambiara su modelo. Pero China ya había ocupado su lugar; sus industrias baratas ya habían inundado el mercado mundial. India quedó detrás de China y Vietnam, con menos experiencia y una fuerza laboral menos educada. Hoy es incluso peor para el África subsahariana, que ya no tiene salidas industriales viables.

Tras alejarse del socialismo, el Gobierno indio del Partido BJP (Bharatiya Janata Party, Partido del Pueblo Indio), en el poder desde 2014, dirigido por Narendra Modi, se pasó a la escuela china. Construyó, con un alto coste, puertos, carreteras y aeropuertos para unificar el mercado indio. Es abiertamente procapitalista, independientemente de que el dinero sea indio, bien o mal obtenido, nacional o extranjero. La corrupción está disminuyendo un poco, la educación pública está mejorando y la sanidad pública está progresando. El propio Modi ha inaugurado varios miles de baños públicos por todo el país, lo que ha reducido las epidemias y beneficiado especialmente a las mujeres. Era hora de pensar en las mujeres indias, las grandes olvidadas de la democracia india.

Este giro procapitalista, y al estilo chino, es rentable: la economía india crece a una tasa anual del 3 al 4 por ciento, que no es mucho, dado que la población continúa creciendo, pero es un salto innegable en comparación con el 0 por ciento de la era de Nehru Gandhi, que los economistas de todo el mundo denominaron la «tasa natural» de crecimiento indio. Por desgracia, Modi también parece inspirado por los peores aspectos del modelo chino: el sistema de partido único, el Estado por encima de la ley y el culto a la personalidad.

India, supuestamente la democracia más grande del mundo, que tuvo la prensa más libre y antaño los jueces más independientes, se tambalea ante la tentación despótica del BJP. Este partido intenta imponer una ideología nacionalista inspirada en un hinduismo de pacotilla, tradiciones totalmente ajenas a la diversidad lingüística, religiosa y cultural de la India eterna. Las víctimas de este neonacionalismo son los 175 millones de musulmanes, cristianos y espíritus independientes. Hasta el punto de que, en India, las libertades disminuyen a medida que avanza la economía, lo que lleva a preguntarse a qué se denomina progreso.

El célebre economista indio, premio Nobel de Economía en 1998, Amartya Sen, propuso sustituir la noción estrictamente cuantitativa de Producto Interior Bruto por la de ‘bienestar’, idea adoptada hoy por la ONU. Según Amartya Sen, la producción material es solo uno de los componentes de nuestra prosperidad. A esto hay que sumarle el grado de libertad, el nivel de instrucción, la experiencia de vida y la igualdad entre sexos. Amartya Sen llama a esto «capacidad». Ciertamente, comprobamos que los países más ricos son también los más igualitarios y los que tienen más formación. Qué pérdida sería para los indios saber que son un poco menos pobres a condición de renunciar a sus derechos humanos. Pero conociendo muy bien a los indios, apuesto a que Modi no logrará entrar en el panteón de los dioses hindúes. Puede colgar su retrato en todas partes y mandar erigir estatuas con su efigie, pero la gente no se deja engañar.

Amordazar a los chinos parece posible después de siglos de esclavitud. ¿Silenciar a los indios? Nadie lo ha logrado nunca, ni siquiera los británicos. India se convertirá en una potencia económica –y militar– que está por fin en el mapa mundial. Modi y su hinduismo militante habrán contribuido a ello, pero los santos de India seguirán siendo Mahatma Gandhi y Amartya Sen.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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