Las ideologías –en el sentido político del término– reúnen creencias sobre aquello que sus impulsores consideran como el mejor modelo sociopolítico, cuyos factores se contraen en la trama institucional y estructural de los sectores público y privado, así como en las cuestiones de familia, de la educación, del empleo y de todo aquello que concierne al desarrollo integral de la persona humana y de la colectividad nacional. Sobre la base de valores compartidos se establece la forma de gobierno y el sistema económico, manifestándose las ideologías en el propósito de legitimar un determinado programa –y estado de cosas– que se refleja en todos los estratos sociales.

La revolución es otro asunto. En ella tiene lugar un cambio social y político radical en la estructura y composición del poder público –de suyo también trastoca el ámbito privado y sus exponentes–. Suele ser tan violento como repentino y generalmente adquiere visos de permanencia en un período de tiempo más o menos prolongado. En Venezuela se ha dado por llamar revoluciones al simple cambio generacional o personal en la conducción de los asuntos públicos –poco o nada cambió del personalismo y el legalismo de Joaquín Crespo, ante el casi idéntico talante de los andinos que en 1899 asumieron el mando de la República–. Nuevos hombres nuevos ideales y nuevos procedimientos –ese fue el lema de Cipriano Castro–, no necesariamente suponían un cambio de fondo en el modelo. El lugar común siempre ha sido una interpretación sesgada de las bases que sustentan el Estado de Derecho, lo que inevitablemente ha derivado en incertidumbre, ruptura e inestabilidad del fuero institucional –ello también ocurrió el 18 de octubre de 1945, por más que se haya querido justificar el golpe de Estado contra el general Medina Angarita, con la proclamación del voto universal, directo y secreto–.

El revolcón que nos hemos dado como nación a partir de 1999, devenido en disolvente de la institucionalidad republicana, así como también del patrimonio del Estado y de los ciudadanos en general, se materializa en un cambio personalista y legalista –lo primero que se hizo para legitimar y perpetuar al ascendente caudillo, fue redactar una nueva Constitución–. Así las cosas, la nuestra viene siendo una sociedad que involuciona hacia estadios que se tenían por superados o eran cuestiones de un pasado que se creyó irrepetible: excesos, presos y exiliados políticos, restricciones a la libertad de elegir, de pensamiento y de asociación, impago de deudas, merma del tesoro público y represiones contrarias al espíritu democrático fraguado el 23 de enero de 1958. A vuelta del siglo XX, el país había caído en manos de actores políticos que iban más allá de la izquierda ideológica, como demuestran los hechos.

No hay tal cosa como un fondo ideológico sólido y sustentable entre las izquierdas radicales latinoamericanas reunidas en el Foro de Sao Paulo –se trata esencialmente de un embalaje acomodaticio que subrepticiamente pretende justificar la extinción del republicanismo histórico en la región–. Su encumbramiento en varios países ha reabierto el camino de la cárcel, del destierro e incluso la muerte del disenso en cualquiera de sus manifestaciones, con énfasis añadido en el terreno de la política activa y de los negocios.

Mientras en Venezuela no se retome el camino de la honesta negociación, de la tolerancia para con quienes tienen derecho a pensar distinto y de la cooperación entre todos los sectores políticos, civiles y militares al momento de afrontar los inmensos retos que impone la reconstrucción del país, no saldremos del tremedal que nos envuelve. El verdadero pacto que debe suscribirse entre todos –no puede haber exclusiones–, es aquel que garantice el respeto a las partes y ante todo a los límites que deben preservar la institucionalidad republicana, la democracia y la igualdad de oportunidades y ante la ley para todos los ciudadanos.

Un acuerdo político que exige madurez y comprensión de la realidad inmanente por parte de los actores llamados a comprometerse en su vigencia y contenidos fundamentales. Porque entre todos los males que nos aquejan, el de mayor envergadura es sin duda el humanitario –el creciente número de refugiados, el hambre que no espera hartera, la desnutrición de los niños, la pobreza extrema y las enfermedades desatendidas–. A ello se añaden innumerables carencias en prácticamente todas las áreas de actividad, que no pueden ser resueltas por un Estado disminuido económica y financieramente en su capacidad de respuesta. La agenda de dilaciones del régimen no da para más, ni hay “arruga” que pueda correrse ante el precipicio en que hemos caído como nación. La oposición tiene que asumir el interés público como responsabilidad que está muy por encima de la devoción partidista, incluso de alguna candidatura presidencial tramitada conforme a oscuros procedimientos –que las mayorías decidan abiertamente sobre sus líderes genuinos–. Tampoco se trata de “cohabitar” en la miseria colectiva, sino de redimir al país de la época más aciaga que pueda recordarse en la secuencia de tragicomedias públicas cumplidas desde 1830. En fin, un acuerdo político que devuelva la gobernabilidad a una nación que hoy por hoy es ingobernable.

 


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