Sonia Sanoja, el gesto ancestral. Foto. Miguel Gracia.

La danza escénica de América Latina representa una experiencia rica en contenidos y expresiones formales. Mestiza como sus creadores, constituye una manifestación cultural heterogénea. Proviene de raíces ancestrales y se nutre de vastas influencias. El resultado es un producto estético particular que insiste en moldear una identidad propia, portadora a un tiempo de valores de trascendencia universal.

Hablar de danza latinoamericana supone, en principio, que  no constituye un todo cohesionado y aprehensible. Representa, por el contrario, una inquietante diversidad de indagaciones de mitos, creencias, arquetipos, realidades, costumbres y vivencias cercanos a sus creadores y compartidos con otros. Es la suma de los resultados de estas experiencias lo que llega a constituirse en un todo, pero heterogéneo y complejo.

La bailarina y coreógrafa Sonia Sanoja, emblema de la danza contemporánea de Venezuela y Latinoamérica, cree que es necesario distinguir entre la identidad que viene de las raíces y el nacionalismo. La intérprete aseveró en las Jornadas de Teoría y Crítica de la Danza realizadas 1994 en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Caracas, que “el nacionalismo es algo que encierra al individuo en un pequeño lugar y lo lleva a buscar en elementos exteriores que cree que lo identifican. Por el contrario, la identidad es algo mucho más profundo que va a las raíces y proyecta hacia el futuro”.

Por su parte, el investigador Alberto Dallal se refiere a México como un país de danzantes antiquísimos, cuyo espíritu y sentido de identidad se mantiene aún en los tiempos globales de la contemporaneidad. El autor en su ensayo “El arte coreográfico en México”, publicado en el libro Itinerario por la danza escénica de América Latina (1994, CONAC), enfatiza que durante el Movimiento Mexicano de Danza Moderna, vivido a partir de principios de los años cuarenta y hasta los sesenta del siglo XX, surgieron formas de expresión dancísticas que “abrieron caminos originales y suscitaron afanes de expresión”. Todos los matices, anécdotas y niveles sucedidos en el país, refiere Dallal, van a ser explorados por este referencial movimiento.

A su vez, la investigadora brasileña Cassia Navas en su ensayo “Danza Nacional en Brasil”, también incluido en el libro señalado, se pregunta cómo definir la identidad en la danza: ¿por el gesto, por la música, por el tema, o por la nacionalidad de los coreógrafos y bailarines? Esta interrogante de Navas centra el problema de la identidad en el creador, la obra y sus intérpretes, sin ahondar en las visiones que un colectivo tenga sobre ellos, cuando el conglomerado debe, igualmente, reconocerse y asumirse en ese sentido de pertenencia.

La luna y los hijos que tenía, de Vicente Nebrada. Ballet Internacional de Caracas. Foto. Ricardo Armas

Como contrapartida, la bailarina Hercilia López expuso dentro de las Jornadas de Teoría y Crítica de la Danza arriba mencionadas, que “la identidad no es sólo un problema del artista sino también de quien recibe la obra, que generalmente tiene preconceptos sobre las realidades del creador. La relación se establece entre la identidad y el grado de desarrollo de una sociedad determinada. No hay identidad cuando se tiene la necesidad de buscarla”.

La distinción entre técnicas del cuerpo y técnicas de la danza que hace el bailarín y semiólogo zuliano Víctor Fuenmayor, se hace necesaria, según su postura, para el establecimiento de la identidad que encuentra su fundamento en las primeras de ellas:

“La enseñanza olvida la investigación del cuerpo cultural por la separación, en Latinoamérica, entre técnicas corporales tradicionales y técnicas de la danza. La situación ideal, desde una visión de la identidad, sería que las técnicas de la danza estuvieran en relación con las técnicas del cuerpo, pero no es el caso en nuestro continente donde las técnicas hegemónicas borran del cuerpo a aquellas (las técnicas del cuerpo) que han elaborado la identidad de los sujetos en una cultura diferencial”.

Salvador Garmendia en su libro La vida buena (1995, Universidad de Los Andes) incluyó una crónica sobre la película “Venezuela también canta”, estrenada a principios de los años cincuenta, que va más allá de la participación del muy joven Vicente Nebreda dentro de ella y sus compañeros de la Escuela Nacional de Ballet, para mostrar un país en una búsqueda afanosa, pero finalmente fallida, de su propia identidad:

“Venezuela también canta, con una Mapy Cortés juvenil, picarona y rumbera, más saltarina que sensual, nos trajo el reflejo en blanco y negro de un país del que somos sobrevivientes sin saber muy bien cómo. Una Venezuela provinciana e ilusa que se quedó en proyecto. Vicente Nebreda escobillaba el joropo como un muchacho tímido que acaban de traer del campo. Y el rudimentario sueño nacionalista parecía cumplirse, viendo bailar en puntas a “La perica”. Muchos creyeron en aquellos tiempos, juro que de buena fe, que bastaba con ornamentar nuestros antiguos bailecitos criollos con algunos oropeles sinfónicos, para que el milagro se produjera y ya pudiéramos presentarnos al mundo, triunfadores con la cabeza en alto”.

Oraciones 4 de Graciela Henríquez

Los bailarines y coreógrafos  del mundo viven su sentido de pertenencia a algún lugar, de manera consciente o no.  En América Latina, por razones de orden cultural, esa vivencia se acrecienta. Las múltiples visiones sobre este tema complejo, tal vez consigan un punto de encuentro en el pensamiento de Vicente Nebrada: “La identidad de la danza latinoamericana vendrá con el reconocimiento universal de sus creadores”.


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