En los diferentes encuentros, sociales, culturales, académicos e incluso familiares, se presenta frecuentemente el tema de la identidad. Siendo Venezuela un espacio de alta presencia de inmigrantes de diferentes orígenes y culturas, es usual, como en muchos otros lugares, la identificación y el señalamiento de las personas según sus países de origen.

Con respecto a la concepción de identidad, existe una posición extendida en los seres humanos, que considero peligrosa, en la que se asume que una condición específica (la pertenencia a una religión, una nación, una raza o etnia), es la que importa en detrimento de todas las demás, es la que se acepta erróneamente como la ‘esencia’ de la identidad, o la ‘verdadera identidad’, asumiendo que todas las demás condiciones o vivencias a lo largo de toda la vida no contaran para nada.

En esta oportunidad, permítame expresar mi realidad que estimo coincide con muchos que viven entre dos culturas, países e idiomas, lo cual hace que se presente una conjunción de pertenencias que dan como resultado una identidad un tanto compleja en comparación con quienes no han emigrado.

Nací en Siria, país árabe enclavado en el Medio Oriente; en Alepo, una ciudad de tradición y cultura milenarias. Viví allí hasta los siete años, mi lengua y cultura materna es el árabe. De los últimos años de mi niñez me quedan algunos recuerdos que han marcado mi vida. Tuve mis primeras alegrías infantiles con mis hermanos mayores y amigos en mi casa, en las casas de los vecinos y en las calles del barrio. Me divertí y sufrí ganando y perdiendo en los juegos infantiles característicos de cada estación del año con los chicos de la calle. Mi imaginación alcanzaba niveles extremos al oír los cuentos e historias fantásticas narradas por el cuentacuentos del momento (bien sea mi padre, un tío, un vecino, etc.). Viví la intensidad de las celebraciones religiosas y nacionales. Comí los platos y frutos propios de cada época del año, así como me apasioné con los juegos de cada temporada. ¿Cómo voy a olvidar esa milenaria ciudad y las vivencias que tuve? ¿Cómo voy a cortar los lazos que nos unen?

A los siete años de edad, finalizando la década de los cincuenta. cuando apenas empezaba a conocer las letras del abecedario árabe en mis primeros días en la escuela, se presentó el viaje familiar hacia Venezuela, un país de América donde encontraríamos respuesta a la esperanza de mejorar las condiciones económicas y sociales que vivíamos. Desde entonces bebo el agua y consumo las comidas de Venezuela, disfruto las playas y montañas, comparto amistades sinceras, estudié en las escuelas, liceos y universidades, gran parte de mi vida la dediqué a la docencia universitaria donde impartí y adquirí conocimientos, aquí nacieron mis hijos y nietos, escribo mis libros y artículos en este idioma.

Cuando me preguntan cómo me siento, más sirio o más venezolano, les respondo: ¡Ambos!, ¡los dos!, y esta respuesta no es porque quiera ser equilibrado o equitativo, no es por diplomacia, sino porque decir otra cosa sería mentir. ¿Acaso puedo obviar lo vivido en Siria en los primeros 7 años de mi existencia, y su contenido árabe, así como todas las convivencias posteriores impregnadas de orientalismos (de adolescente, joven y adulto) con padres, hermanos, familiares y coterráneos aquí en Venezuela? ¿Acaso puedo remover o acortar esos lazos? Como tampoco se puede separar, cercenar, desprender o quitar, la venezolanidad insertada e integrada en mi ser, adquirida durante los 64 años siguientes. «Soy venezolano de origen sirio», y así respondo siempre cuando me preguntan de donde soy, cuando indagan sobre mi nacionalidad o identidad.

En ocasiones, incluso después de explicar cómo asumo esta identidad, se me insiste con un «mitad sirio y mitad venezolano» a lo que respondo tajantemente con una negativa, dado que la identidad no es la suma de mitades ni tercios, y mucho menos la suma de proporciones fijas. La identidad del individuo es una y particular, resultado de todos los elementos que la han configurado mediante «aportes» singulares que nunca son los mismos en dos personas.

El asumir una «identidad compleja» es llevar e internalizar dos o más pertenencias, aceptarlas a todas como propias, resultado por ejemplo de nacer en un país y vivir largo tiempo en otro, o ser hijo de inmigrantes, o ser descendiente de padres de diferentes razas, religiones o culturas.

El asumir una «identidad compleja» puede crear marginalidad.

Un lamentable ejemplo es el de los hijos de inmigrantes, que tienen que conciliar las dos culturas, pues al asumir una de ellas pueden surgir los conflictos en algunas sociedades. Por un lado, al confesarse como nativos ante sus familiares y amigos coterráneos se consideran traidores o renegados, y al hacerlo como inmigrantes ante la sociedad nativa, surge la incomprensión, la hostilidad y la discriminación.

Sin embargo, esta situación para esos jóvenes, que son de alguna manera personas fronterizas entre dos culturas, podría ser y lo es en la mayoría de los casos actuales aquí en Venezuela, una experiencia enriquecedora y muy fecunda, si se sienten libres de vivirla con plenitud. Particularmente disfrutan el privilegio de vivir las dos culturas y adoptar de cada una los usos, costumbres, etc. que más les guste. Y socialmente son un enlace potente, puentes y mediadores para la adecuada convivencia de la diversidad que beneficia en alto grado a las sociedades.

Ya lo diría Amin Maalouf, escritor líbano-francés, al recibir el Premio Príncipe de Asturias en 2010: La que importa no es saber si podremos vivir juntos pese a las diferencias de color, de lengua o de creencias; lo que importa es saber cómo vivir juntos, cómo convertir nuestra diversidad en provecho y no en calamidad”.


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