Se ha creado un verdadero revuelo en los círculos literarios nacionales (y hasta internacionales) tras la entrevista  dada por Ibsen Martínez a un medio de comunicación social de España, donde se ha declarado a sí mismo como un “maltratador”. Se mire por donde se mire, el ultraje cometido por el escritor contra sus diversas parejas es un proceder inexcusable; y tal vez la soledad que padece actualmente, según su propia confesión, sea la consecuencia más leve que merece ese reprobable comportamiento. Pero  reconocer públicamente tales hechos en una sociedad como la actual, completamente contraria –y con razón– hacia esos atávicos agravios, tiene su mérito y no vale que esos actos hayan sido un secreto a voces, como se comenta en nuestros corrillos intelectuales.

No creo que Ibsen sea una persona que necesite quien lo defienda, ni, por supuesto, es la intención de este escrito, pero despachar este acto de contrición y expiación pública con la sola e inmediata condena al ostracismo y la expulsión de todos los medios donde colabora el escritor, como se ha llegado a hacer, no agota este espinoso asunto. Tal vez habría que hacer también una pequeña reflexión sobre esos demonios que nos acechan a todos (sin excepción) en lo más hondo de nuestro ser, dispuestos a emerger a la superficie cuando le demos la más mínima oportunidad. «He decidido dar explicaciones públicas para levantar la pesada losa sepulcral que reposa sobre mí», escribía Louis Althusser en su autobiografía El porvenir dura mucho tiempo, tras asesinar a su esposa en 1980. Y es que ya desde la antigüedad Aristóteles, quien ocupó buena parte de su vida a contradecir a su maestro Platón y exponer que para hacer el bien no es suficiente conocerlo, nos había alertado sobre la oposición entre las virtudes teóricas y las prácticas, entre la episteme y la phrónesis; entre, en fin, nuestro proceder intelectual y nuestro trato con los demás (lo que llaman ahora prosaicamente la inteligencia emocional). El remordimiento que embargaba al filósofo marxista lo llevó allí a algo inimaginable para ese momento: reconocer incluso el poco conocimiento que poseía de las ideas de Marx, al cual había dedicado famosos textos como La revolución teórica de Marx, Para leer el capital o Marx dentro de sus límites.

Conocí a Ibsen cuando él estudiaba Letras y yo Filosofía. Éramos apenas unos muchachos, pero él ya escribía para el periódico Punto, órgano del Movimiento al Socialismo (MAS). Coincidimos por primera vez en uno de esos bares que estaban cerca de la Iglesia San Pedro, en los alrededores de la Universidad Central de Venezuela. Recuerdo que quedé encandilado por sus ocurrencias y la inteligencia que mostró toda la noche mientras regábamos nuestras palabras con cantidades ingentes de cervezas. Muy poco dado a ser impresionado por los demás, creo que esto sólo me ha sucedido con pocas personas en el país. Que yo recuerde, sólo lo he sentido ante él y Teodoro Petkoff. La hilarante descripción que hizo en esa oportunidad del MAS ante el grupo de anarquistas eróticos (creo que así se autodenominaban los estudiantes de filosofía que me acompañaban) y que le increpaban el proceder de ese partido político, nos hizo reír toda la velada. Por eso nunca me extrañó que Inés Quintero llegara a ser su pareja. Luego seguimos viéndonos ocasionalmente, siempre sin proponérnoslo. Una vez le presenté mi primera novela y aparentemente le gustó, pues me invitó a ser parte de los libretistas que lo acompañaban en RCTV. Me citó en un restaurant y nunca se presentó. Cuando posteriormente me encontré con él en la Buhardilla y le reclamé entre risas, recuerdo que no se lo tomó nada bien. Otra vez lo vi en  la Clínica Caurimare, creo que le había dado un infarto y, como yo, también estaba realizándose unos exámenes de laboratorio. Cuando me contó lo que le había sucedido y que no estaba bebiendo, le espeté: “…pero tú estás más jodido que yo”. A pesar de mi imprudencia, no me contestó; su cara era de terror y todavía estaba asustado por lo que le había pasado. La última vez que supe de él (o más bien, no supe) fue cuando me encontré a Inés en una farmacia de Los Palos Grandes y me dijo que ambos no mantenían contacto.

Como dijo una vez Heráclito: El carácter de un hombre es su destino. Los antiguos atenienses, que en su pequeña ciudad lograron entrever todas las preguntas que seguimos haciéndonos actualmente (“todo está en los griegos”, decía el Prof. Alsina) estaban tan conscientes de ello que produjeron esa maravilla literaria que es  la tragedia griega, donde autores como Esquilo, Sófocles y Eurípides dieron a luz personajes quienes bajo el dominio de sus pasiones irrefrenables, sufrían y hacían sufrir a su semejantes  toda suerte de calamidades. En esto se basó la antigua paideia y lo que llamó Aristóteles en su poética catarsis, a través de la cual los espectadores se identificaban con seres como Edipo, Antígona o Filoctetes, llegando a sentir terror y compasión por ellos al considerarlos sus iguales.

Es la perenne oposición y drama en que nos desenvolvemos los humanos. Es la antigua hýbris, la falta de control de los propios impulsos y la irracionalidad. Como llegó a decir Eurípides: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”. Es la oposición entre  Dionisos y Apolo,  la constante lucha entre el superyó y el inescrutable ello; lo que la sociedad considera moralmente aceptable y lo que nos dicta la bestia que llevamos dentro. La tradicional pendencia entre el Dr. Yekyll y Mr. Hyde. Homo sum, humani nihil a me alienum puto, «Soy un hombre, nada humano me es ajeno», decía uno de los personajes de Publio Terencio Africano en su comedia El enemigo de sí mismo.

En fin, no seré precisamente yo, con otros pecados (pero pecados, al fin) el que continúe la lapidación y me una a la jauría que ahora muerde los talones del escritor.

Salve, Ibsen.


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