¿Cómo se hace para salvar a un país y a una sociedad que se hunden sin misericordia alguna? Ya la duda no se hace presente: no hay nada que detenga el holocausto. Sólo queda esperar que el derrumbe se produzca sin posibilidad de consuelo. Quizás entonces y sólo entonces se abra el camino de la verdadera recuperación, la ruta que nos conduzca a un nuevo amanecer.

Hasta ahora nos hemos ensimismado en los protagonistas principales del drama. A ellos dedicamos nuestras miradas, nuestros análisis. Son los grandes responsables. A un lado dejamos al pequeño fanfarrón, al que se diluye en la nada con su ego expandido por simple plasticidad. Es el “bueno para nada”; el que es capaz de engañar con desparpajo a santos y vírgenes porque siempre se ha sentido y visto asimismo como el gran fullero, el que con cara y modales de ruiseñor tiene el don de seducir a los demás con halagos y mentiras.

Hoy, pues, la corte de los grandes milagros, la que han presidido sucesivamente Hugo Rafael Chávez y Nicolás Maduro Moros por años y años, queda a un lado. Sólo por lo que dura un suspiro intenso, el espacio prodigioso será ocupado, aquí y ahora, por el personajillo tortuoso: Hugo Rigel Hersen Martin, economista con tinglado armado siempre a la ligera, de cuarentaiún añitos, buena parte de ellos subsumidos en borrascas porque la vida hay que vivirla sin que importen los demás, engañando a diestra y siniestra con cara de “yo no fui”, sin prestar mínima atención a los costos.

Sacando partido a la crisis, le puso mano al lar de sus encantos, acometiendo todo tipo de reformas. Dinero no le faltaba. Y como no quería ser mirado por ojos ajenos, menos aún tocado ni por el pétalo de una rosa, levantó altos muros protectores. Todo el embellecimiento lo concentró en lo que podía ser oteado por él, su mujer y sus pequeñas niñas. Lo que escapaba a su vista pero chocaba al vecino (a quien esto escribe), tenía la misma condición de lo que no existe ni es importante. En otras palabras, ese no era su problema; para él esa parte de su muro no era verdadera.

Por supuesto nunca puso esa desapacible ficha sobre la mesa. Su juego fue taimado. Se limitó siempre a ordenar arreglos y retoques de calidad sombría e ínfimos costos que los aguaceros luego develaban en su condición chapucera.

Sin alborotar avisperos concluyó los trabajos y tomó la decisión de vender con rapidez, como si un bicho raro lo hubiera picado. Antes envió una nota burlona, sin la obsequiosidad y buen trato que hasta entonces brindó. El tonto de capirote se exhibió como lo que siempre ha sido y será: un bufón más sin valía, dispuesto a llegar a viejo con la suma picardía de un bueno para nada.

Al nuevo morador habrá que imponerlo de la granujada. Conversando se ha entendido la gente.

@EddyReyesT


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