Xi Jinping ha decidido actuar de manera temprana y agresiva en lo que respecta a Hong Kong y el mensaje al nuevo presidente de Estados Unidos ha sido inequívoco: no existirá tolerancia alguna a la disidencia de los postulados que emanan del Partido Comunista chino.

En atención a ello, Carrie Lam, la directora ejecutiva del gobierno de la ciudad, procedió la semana pasada a expulsar del territorio a cuatro legisladores de la máxima autoridad legislativa por considerarlos antipatriotas, lo que provocó una reacción en cadena de 15 de los miembros pro-demócratas del Consejo Legislativo. Estos funcionarios renunciaron irrevocablemente a sus cargos sin conseguir que los jerarcas en Pekín reconsideraran la medida.

La crisis provocada por la irreductibilidad de Pekín a aceptar detractores dentro de las filas oficiales se produce en un momento apropiado para que quede claro ante el mundo, y particularmente ante el nuevo gobierno norteamericano, cuáles son las condiciones que imperarán en adelante. En materia de derechos fundamentales de los individuos, este episodio le ha dado pie igualmente a declarar taxativamente que no se permitirán en lo sucesivo manifestaciones de ninguna índole en favor de las libertades.

Todo este destemplado posicionamiento debe ser visto de esta manera: si el advenimiento de una nueva presidencia en la primera potencia mundial representa una oportunidad para la distensión entre los dos grandes, no será China quien se la ponga fácil. Este nuevo episodio configura una respuesta bien pensada y muy elocuente del líder asiático a las declaraciones de Joe Biden durante su campaña electoral, en las que no le ahorró epítetos agresivos a Xi. Este no solo fue calificado de “matón”.  El nuevo inquilino de la Casa Blanca aclaró que haría lo necesario para “presionar, aislar y castigar al gigante asiático”.

Pero hay más. A inicios de este año, un artículo con la rúbrica del líder demócrata en la revista Foreign Affairs no dejaba espacio a interpretaciones: “La forma más eficaz de encarar este desafío –se refería al gran coloso de Asia– es construir un frente de aliados y socios de Estados Unidos para enfrentar los comportamientos abusivos y las violaciones de los derechos humanos de China, incluso mientras buscamos cooperar con Pekín en cuestiones en las que convergen nuestros intereses, como el cambio climático, la no proliferación y la seguridad sanitaria mundial”.

La situación de Hong Kong representa para el nuevo gobierno estadounidense la ocasión perfecta para recabar solidaridades en el mundo occidental. Conseguir aliados en el específico campo del respeto a los derechos humanos y a la libertad de opinión resulta infinitamente más sencillo y menos costoso para los terceros que asociarse a Estados Unidos en la tarea de ejercer presión económica comercial o tecnológica contra China, una confrontación en la que hay mucho más que perder.

Si ese es el norte del nuevo gobierno, expresado por el propio presidente Biden, Xi tenía que reaccionar. Y lo ha hecho en el sentido de ponerle precio al disenso pero no solo de los ciudadanos en Hong Kong. Con la Ley de Seguridad Nacional adoptada hace pocas semanas, la que proscribe las manifestaciones a favor de la institucionalidad, y este gesto en desfavor de los parlamentarios, Xi, como en un juego de dominó, ha puesto sobre la mesa una piedra de tranca. Con ella intenta ponerle fin a la eventual tentación de terceros países de sumarse a la gesta de los americanos.


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