Comprender el mundo es reducirlo a lo humano.

Albert Camus

El ser humano es el único ser capaz de racionalizar su entorno. Esto ya lo dijo Protágoras hace más de veinticinco centurias cuando enunció su famoso homo mensura: «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son». La sentencia protagórica encierra, no obstante, tres problemas: ¿quién mide?, ¿cómo mide? y ¿qué mide?

La comprensión del mundo es un acto personalísimo. No hay dos sujetos en la historia de la humanidad que hayan comprendido de igual modo una puesta de sol. Ni siquiera dos shakesperianos llegarían a estar idénticamente de acuerdo sobre la validez de los celos de Otelo. Entre dos interpretaciones muy similares de un mismo hecho, hay matices distintivos que las señalan como diferentes en su similitud.

Ese no es el problema. La racionalización del mundo entraña algo tan complejo como el entendimiento y la razón (en términos kantianos), además de la lógica; lo primero y lo segundo implican el entramado de conceptualizaciones, principios y juicios que hemos forjado desde la infancia; lo tercero supone la manera de relacionar las partes de ese mundo que conocemos. Allí radica el peligro: en el modo en que se relacionan los productos del raciocinio; eso que Dilthey dio en llamar Weltanschauung o cosmovisión.

Cuando se interpreta el mundo desde categorías de pensamiento que le son ajenas o, por lo menos, forzadas, la visión de aquel puede ser lo más parecido a una alucinación. Nada habrá de preocuparnos, sin embargo, hasta que tal hombre, individual, sueñe con devenir en prohombre colectivo. Adolfo Hitler y José Stalin son apenas dos nombres de los muchos que ese prócer unánime ha tenido.

Quién interpreta el mundo y con qué categorías es, sin duda, una cuestión seria; pero lo es más la lógica cognitiva que utiliza. El modo como un determinado hombre relaciona los elementos del entorno que observa no es asunto para mirar de soslayo. A menudo, quienes mayor desdicha han infligido a la humanidad provinieron de hogares donde se medía todo con la cinta métrica del resentimiento y la mezquindad.

Este razonamiento reduccionista ha sido la gramática de la aniquilación con la que se han escrito los más desoladores capítulos de la historia. No pocas veces la sintaxis del odio ha producido el cisma del tejido social de una nación. La lógica absurda, en estos casos, se fundamenta en el engaño que supone enarbolar la confrontación como vínculo societario. El final de ese silogismo del horror no es otro que el exterminio de los que no se constituyeron en hombre colectivizado.

Queda la cuestión de qué se mide. No sería tan grave que el hombre fuera la medida de todas las cosas si estas fuesen humanas. Cuando aquel racionaliza lo no humano, termina humanizándolo, como dice Camus, reduciéndolo a una conceptuación humanoide, esto es, desvirtuando la esencia de lo intelectualizado; sobre esta base, hemos ido aniquilando el único planeta que tenemos por hogar; y hemos sacado de quicio mucho de lo que, no siendo propio de la condición humana, ha terminado consumido por nuestra depredadora lógica.

El problema del homo mensura, en definitiva, no es otro que el de la reducción de la realidad a su sola perspectiva humana. Un nivel más elevado de inteligencia supondría no solo que el hombre fuese la medida de todas las cosas, sino que las midiese con la escala que a cada cosa corresponda. Entonces estaríamos preparados para aproximarnos al mundo desde su alteridad y no desde nuestra reducida y reductora humanidad.

Volviendo a Kant, se supone que la razón debía hacer esto: elevarnos sobre el limitado entendimiento; abrirnos al conocimiento cabal e innumerable del mundo tal cual es, y no como queremos entenderlo; prepararnos para merecer con dignidad el lugar de la especie más evolucionada que tenía que ser, sin duda, el de aquella que se sintiera en deuda de gratitud con el entorno al que pertenece. Mucho me temo que pensamos justo lo contrario… que todo cuanto es y existe es propiedad nuestra…


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