Ilustración: Juan Diego Avendaño Rondón

Holocaustum llamaron los romanos al sacrificio que se ofrecía a un dios, con muerte de víctimas propiciatorias. La costumbre, muy antigua, se conoció en casi todas las sociedades, en algunas de las cuales se ofrendaban seres humanos. Se pretendía mostrar fidelidad o calmar las iras, dar gracias u obtener un favor del espíritu u objeto que gobernaba el mundo. Ni el pensamiento racional ni el avance científico eliminaron la práctica. El mundo moderno la conoce. Y con frecuencia las víctimas son seres humanos o sus realizaciones, especialmente las culturales. Lo exigen la unidad nacional, la pureza racial o religiosa, la revolución.

Las revoluciones de los siglos recientes han costado millones de muertos: tanto las de aquellas emprendidas para establecer la libertad (liberales) como las que pretendían crear sociedades igualitarias (socialistas). Con el pretexto de llevar la civilización a pueblos “atrasados” (en África, Asia y América) los más “avanzados” provocaron la desaparición de otros que mantenían sus formas ancestrales de vida. Para afirmar o recuperar una pretendida identidad nacional se trató de liquidar a los grupos que se consideraban diferentes o que aspiraban a tener una evolución distinta. Los intentos de ciertos estados para alcanzar el predominio político y económico en el planeta condujeron a terribles conflictos bélicos: durante las dos grandes guerras del siglo pasado murieron cerca de 85 millones de personas (la mayoría no combatientes). Y en ambas se cometieron masacres (Armenia, Nankin, Katyn, la Shoá) que aún avergüenzan a ciertas naciones. Así, millones de vidas se sacrificaron en inmensos holocaustos.

Pero, esas deidades del tiempo –el liberalismo, el socialismo o los totalitarismos, la transculturación, el nacionalismo o la globalización– exigen, además, sacrificios culturales: los símbolos o la lengua, las tradiciones o las costumbres y, por supuesto, las más diferentes manifestaciones del espíritu. Víctimas preferidas en sus altares de sacrificio, son los libros y las expresiones artísticas. Los comunistas rusos condenaron a las bodegas de los museos a las obras de los impresionistas y de la vanguardia. Los estudiantes nazis quemaron en la Opernplatz de Berlín miles de libros de las bibliotecas del Reich en una acción contra el “espiritu antialemán”. Los guardias rojos chinos cerraron escuelas y liceos y obligaron a estudiantes y profesores a dedicarse por años a trabajos manuales. Los talibanes afganos hicieron explotar las dos estatuas gigantes de Buda esculpidas en nichos en las cercanías de Bamiyán en trabajo de un siglo hace 1.500 años.

El proceso que comenzó en 1999, impulsado por el chavismo, movimiento heterogéneo conducido por un astuto caudillo autoritario, no será recordado por sus aportes a la cultura. Pero, no se olvidará su pretensión de destruir muchas de las realizaciones de la nación durante las seis décadas que siguieron a 1936. Entonces –primero en forma tímida y después (derrocada la dictadura militar) con firme decisión– se emprendió la tarea de modernizar la sociedad y el Estado. Fue la más importante tarea cumplida por los venezolanos desde la independencia. En el afán de establecer un sistema político totalitario, con sustento militar, fundado sobre bases económicas socialistas y relaciones sociales marcadamente igualitarias, se tomó en forma consciente –lo muestra la permanencia y globalidad del intento– la determinación de sustituir las instituciones y desmontar aquella obra, así como borrar de la memoria colectiva el pensamiento y la labor de quienes la imaginaron y la hicieron posible.

Aunque se ha afirmado que con la muerte de Juan Vicente Gómez “Venezuela entró al siglo XX”, en verdad, se habían dado algunos pasos importantes. Pero, en realidad, había mucho por hacer en todos los campos: despersonalizar el poder, crear instituciones básicas y una administración eficiente, transformar el modelo pretoriano de las fuerzas armadas, establecer servicios públicos y construir la infraestructura requerida por la diversidad de actividades, fomentar la producción, organizar partidos y estructuras de representación. En poco más de sesenta años Venezuela, uno de los países más atrasados de la región, pasó a ser uno de los más modernos y dinámicos. Fue un esfuerzo colectivo de instituciones y personas: de pensadores, de gobernantes, de jerarcas eclesiásticos, de educadores, de científicos, de escritores, de médicos, de ingenieros, de obreros, de empresarios. Participaron individualmente o a través de universidades, comunidades religiosas, grupos políticos, medios de comunicación, asociaciones económicas o sociales.

La voluntad de modernizar el país se manifestó en distintos ámbitos. Y fue especialmente notable en el campo cultural. Se redujo el analfabetismo (que afectaba a 65% de la población), se crearon miles de escuelas, se multiplicaron las universidades y se construyeron locales para su funcionamiento. Miles de becarios (13.074) realizaron posgrados en el exterior. Comenzó a desarrollarse la investigación científica. Se estableció una importante industria editorial. Se levantaron imponentes teatros y se abrieron museos en sedes adecuadas (la primera se inauguró en 1938). Se estimuló y protegió la actividad creadora en las bellas artes, algunos de cuyos representantes adquirieron renombre internacional, como también una de las más interesantes iniciativas: el sistema de orquestas y coros juveniles e infantiles (1975). El nuestro no era, como ya lo había desmentido Mariano Picón Salas (Comprensión de Venezuela): “un suelo infecundo, inhóspito, perezoso”. Comenzaba a distinguirse y merecía consideración en los foros del mundo.

Dentro del proceso de modernización destaca el desarrollo de los medios de comunicación. El atraso general y la falta de libertades habían influido en su escaso avance. Aunque las emisiones de radio comenzaron en 1926 y desde 1930 se escuchaba una estación comercial, el medio mostró su importancia en 1936. Por su parte, los periódicos estaban ligados al régimen (como El Nuevo Diario) o atendían sus indicaciones (como El Universal o El Heraldo). Ninguno mantenía una línea crítica ante las políticas oficiales. Pero, a la muerte del dictador todo comenzó a cambiar. A comienzos de los 40 existían condiciones propicias para la aparición de un diario moderno, independiente frente al poder, abierto al mundo y a la diversidad del pensamiento y atento a todas las actividades. Lo entendieron los fundadores de El Nacional. Por eso, con su primer número (3 de agosto de 1943) se inició un periodismo diferente. Su influencia fue inmediata.

Desde sus inicios, dada la vocación intelectual de Antonio Arráiz y Miguel Otero Siva, El Nacional se interesó por la promoción de la cultura. Pronto anunció la publicación de un suplemento dominical consagrado “a la popularización, desarrollo y enaltecimiento del movimiento artístico venezolano en todas sus expresiones”. Ocurrió el 23 de agosto siguiente, al cuidado del poeta Juan Liscano. Quería ser “expresión exacta del pensamiento venezolano” de aquella hora y no de grupo, generación o tendencia particulares. Aunque su formato ha cambiado, Papel Literario se ha mantenido fiel a los propósitos mencionados. Ha recogido escritos de muchos autores dedicados a diversos temas. Su prestigio es grande, como el más antiguo suplemento de su tipo en América Latina. Y ha sobrevivido al ataque del régimen en formato digital (desde el 3 de marzo de 2019) con el sello “resistencia” en portada, dirigido por Nelson Rivera (como desde hace 25 años).

Otras iniciativas resaltan en la historia del periódico. El Concurso Anual de Cuentos, considerado ahora el certamen literario más importante del país, por el nivel de los ganadores y la calidad de los textos, se mantiene desde 1946, cuando se premió La Virgen no tiene cara de Ramón Díaz Sánchez. A comienzos de cada agosto, El Nacional publica una edición especial de aniversario, especialmente preparada con artículos de especialistas, sobre un tema de interés. Forman una obra de consulta que ha enriquecido la bibliografía cultural y científica venezolana. La correspondiente a 2021 respondía al título «El futuro ya está aquí». Finalmente, bajo la dirección de Simón Alberto Consalvi y la colaboración del Banco del Caribe, se editó la Biblioteca Biográfica Venezolana, colección de 150 biografías de personajes notables de tiempos y variadas actividades.  Se trata de “un gran retrato de Venezuela”, un aporte para el conocimiento y comprensión del país.

El ataque a El Nacional, holocausto del régimen a la revolución, constituye una agresión contra la cultura nacional (y continental). Forma parte de un programa de destrucción (103 periódicos han desaparecido, como centenares de revistas). Se traduce en grave ofensa a la nacionalidad. Porque el diario recoge, no solo hechos y sucesos, sino el pensamiento y otras expresiones del espíritu de los venezolanos, patrimonio esencial que se debe guardar y proteger. El Nacional, comprometido con el destino del país, resiste. Mudado a formas digitales (desde el 14 de diciembre de 2018) continúa su aventura,  su andar, seguro de su permanencia.

Twitter: @JesusRondonN


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