Hace poco apareció la noticia, pronto olvidada, de que en Japón el gobierno había creado un Ministerio de la Soledad, ante el crecimiento del número de suicidios a raíz de la pandemia; el primer aumento de la tasa anual de muertes en el país por propia mano en más de una década. Pero, obviamente, el virus de la soledad ha estado en el aire que se respira en las grandes ciudades desde muchos antes; en 2018 se había establecido ya otro Ministerio de la Soledad en Inglaterra, cuando el gobierno advirtió que 9 millones de personas declaraban sentirse solas.

En España, un estudio reciente de la Universidad Pontificia Comillas deja ver que la soledad ha aumentado en 50%. Y 11% de los encuestados confiesa sentir “soledad grave”, el extremo mayor de los grados de la escala, y sólo 5% declara que ya tenía ese sentimiento desde antes de la pandemia.

En el mundo orwelliano de la novela 1984, el estado total del Gran Hermano crea ministerios para asuntos subjetivos, pero que sirven para todo lo contrario de lo que sus nombres expresan: el Ministerio de la Paz se ocupa de organizar la guerra; el de la Verdad, de difundir las mentiras; el del Amor ejecuta las torturas contra los disidentes, y el de la Abundancia administra el racionamiento. En este caso, el Ministerio de la Soledad se ocupa verdaderamente de los solitarios.

En la novela de Nathaniel West, Miss Lonely Heart, las almas desesperadas, mujeres sobre todo, escriben al columnista de un periódico en busca de alguna respuesta de consuelo. Pero ahora no se trata de club de corazones solitarios, sino de la intervención burocrática del Estado en las vidas de las personas agobiadas por la desolación dentro de las cuatro paredes del encierro de sus casas.

A finales de la década de los años sesenta, cuando vivía en San José, Costa Rica, recuerdo un festival de cortometrajes de directores jóvenes de Estados Unidos, y entre ellos uno cuyo tema era precisamente la soledad: una muchacha camina sola un atardecer por las calles de Nueva York, sin tener qué hacer ni con quién hablar, ve en un escaparate de una tienda de discos un long-play que la atrae por el título, “Cómo ganar un amigo”, y lo compra; de vuelta en la estrechez de su apartamento se pone a oírlo.

La voz masculina, entrenada para divertir a los solitarios, la saluda, le pregunta por su trabajo, por sus gustos, con las pausas suficientes para permitir una respuesta; después la invita a aplaudir, y aplauden; a cantar, y cantan; y le pide que se acerque. Ella ríe, con pena, con cierto miedo; él le dice que no tema, que va a decirle algo privado, y el mensaje es: has ganado tu primer amigo. Al final, la voz amistosa que la ha hecho aplaudir, cantar y reír se traba en el último surco del disco y queda repitiendo fin fin fin fin. Si mal no recuerdo, el corto se llamaba Muchacha solitaria.

En la década siguiente, cuando me fui a Berlín Occidental con una beca de escritor, las noticias de la soledad me llegaron de otra manera: en el Tagesspiegel, uno de los diarios de la ciudad, aparecían pequeñas notas acerca de los ancianos que morían confinados en sus apartamentos, lejos de sus familias. La policía se enteraba por el aviso de los vecinos de que la luz, en ese apartamento, no se apagaba. Entonces escribí un cuento que se llama Vallejo, donde imagino esas ventanas encendidas brillando como estrellas dispersas en los distintos barrios del inmenso mapa de Berlín, hasta formar toda una constelación.

Un Ministerio de la Soledad debe, tener por fuerza, un organigrama; un ministro a la cabeza, un gabinete de dirección, mandos medios, burócratas, agentes territoriales, un sistema de detección de casos y de alertas, estrategias publicitarias para llegar hasta los solitarios y hacerles saber que el Estado vela por ellos. Legiones de psicoterapeutas hábiles en neutralizar conductas autolíticas, entrenados para recomponer el tejido de la convivencia, ofrecer antídotos contra la sensación asfixiante de aislamiento; convencer a quienes se sienten atrapados en la ratonera de que hay esperanzas de que el futuro no será la pantalla del computador frente a los ojos, las sesiones de Zoom que se repiten en ese infinito juego de espejos donde lo plano se ha impuesto como la realidad, y empezamos a olvidar el mundo tridimensional donde había manos de las que asirse, brazos que abrazaban, rostros que acariciar.

La doctora Helena van Hoof, profesora de Psicología de la Salud en la Universidad de Vrije, en Bruselas, afirma que nos hallamos ante el «mayor experimento psicológico de la historia», que es el aislamiento social masivo por el que han pasado al menos 2.600 millones de seres, un tercio de los habitantes del planeta, obligados a guardar algún tipo de cuarentena, muchos una y otra vez, ante cada nueva alarma de rebrote del virus. La consecuencia es el “estrés tóxico”, que ha afectado al menos a la mitad de la población mundial.

Escribo estas reflexiones sobre la soledad desde el otro lado de la soledad, desde una ciudad como Managua donde vivir confinado en un apartamento es una rareza bastante excéntrica, ya se ve por el fracaso del negocio inmobiliario de construir torres de viviendas en el centro urbano, que envejecen deshabitadas. Una ciudad horizontal, aún teñida por la cultura de la convivencia rural, de casas con patios divididos por cercos y setos por encima de los cuales los vecinos pueden sostener conversaciones, allí o en las tertulias en las aceras; y donde toda medida de prevención contra el virus, empezando por el aislamiento social, ha fracasado bajo el estímulo del gobierno mismo, que sigue incitando a la gente a salir a la calle y juntarse en ferias y procesiones despreciando las mascarillas.

Más que un Ministerio de la Soledad, les tocaría instituir un Ministerio del Jolgorio, y otro de la Contaminación.

 

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