En el siglo II los monjes tibetanos recogían hojas de muérdago para quemarlas en una gigantesca hoguera. Sostenían que la única posibilidad de liberar las oportunidades perdidas era haciendo sacrificios. Una creencia tan arraigada que la preparación comenzaba desde el alba. Su idea estaba basada en una fe inquebrantable. Que más allá del límpido horizonte, podía volver a resplandecer la esperanza de un destino mejor. Aquel ritual se repetía cada diez meses hasta encontrar la respuesta. Era un símbolo ancestral de principios de vida.

Un buen grupo de sacerdotes afanosamente buscaban las hojas, que parecían ocultarse en la dimensión desconocida, no era fácil toparse con ellas. Había que buscarlas con mucha fe. Mientras más costaba mayor era el beneficio, cuando no conseguían lo anhelado, revelaban en que los pasos extraviados conducían al sendero equivocado. El siguiente paso era bañar con sangre animal el camino que conducía a la montaña sagrada. La luna se convertía en un astro  de rojo profundo. Ellos imaginaban que era el muérdago que pintaba la lejana luna. La ceremonia no estaba cumplida hasta que la sangre se transformaba en nieve.

Nuestra patria parece haber desordenado sus pasos. Ya son décadas de haber errado el rumbo de manera reiterada, acá no es una luna de fuego pintada de rojo. Es una República que vive en la confusión de no tener certezas sobre el futuro. Lo que requerimos acá es ordenar las ideas para poder avanzar con rumbo firme. La nación necesita reencontrarse. Que con todo y los obstáculos existe la fuerza para cambiar el curso de la historia. Un país que a veces se vuelve amnésico. Sigue creyéndole al peor verdugo que conminó sus pasos. Un proceso decadente que encarna una historia falsa que desemboca en las riberas de la perversión política.

La esperanza que guardamos es el ADN que llevamos en las venas como sello imborrable. Estamos hechos de una sólida madera rellena de acontecimientos espectaculares. Comenzamos hablando de libertad, cuando otros pueblos besaban las cadenas del opresor. Tuvimos la dicha que fuera nuestro útero nacional quien llevara en sus entrañas al incomparable Simón Bolívar. Igual ocurrió con el libertador de las letras don Andrés Bello, ni hablar del luminoso Francisco de Miranda. Somos la sangre inmortal, la peregrinación de una fe perpetuada en cada corazón, las hojas de muérdago del venezolano: es su determinación que lo conducirá al necesario cambio político. Hagamos que las oportunidades perdidas sirvan de abono para la cosecha de libertad.

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