I

A modo de justificación

Tal como he señalado en diferentes espacios en los últimos años, el desconocimiento que tenemos los hispanoamericanos de la historia de España es absurdo e inconcebible. En buena medida la responsabilidad de tan supina ignorancia responde a los bulos chovinistas que durante los últimos doscientos años hemos almidonado en Hispanoamérica llamándolos “historia patria”, y es que en efecto, estos galimatías interminables que hablan de buenos indígenas, malos españoles y santos libertadores, han hecho que lo español, fragmento indispensable de nuestro ADN y parte fundamental de nuestra cultura como pueblos hispanos inmersos en el mundo occidental —signifique esto último lo que signifique en la actualidad— nos sea cercenada, haciendo que fundamentalmente no sepamos quiénes somos realmente.

Este desconocimiento de nosotros mismos produce hipertrofias tan absurdas como la pretensión impúdica de que nuestras identidades nacionales como hispanoamericanos respondan a ciertas comidas típicas o a ciertos hábitos bulliciosos o festivos que desembocan en la espantosa frase “es que somos así”, englobando en esta última todos nuestros vicios. Por tanto, como yo creo que “no es que seamos así”, sino que la ignorancia de quienes somos como pueblo nos ha hecho pensarnos así; adoptando todos los vicios y dejando de lado todas las virtudes, es la razón por la cual a partir de este artículo comenzaré a procurar deslindar un poco la ignorancia de nuestra propia composición, y, por tanto, me dedicaré a narrar la historia de España, desde la edad antigua hasta los años más cercanos a nuestros días que los escrúpulos de la ciencia histórica me permitan al momento de terminar esta serie de entregas.

Una vez leídos los dos párrafos anteriores el lector hispanoamericano formado en la “educación” chovinista a la cual he hecho mención, de seguro pensará: pero ¿por qué este hombre no habla de nuestros indígenas o de nuestros pueblos originarios en vez de hablar de esos españoles? La respuesta, por supuesto, no puede ser otra sino señalar que incluso el enunciado que plantea semejante cuestión está mal formulado producto de la ignorancia inveterada de los dos últimos siglos, dado que tan nuestros son los indígenas que poblaban nuestras tierras en el siglo XV como los hispanos que llegaron a repoblarlas y multiplicar el mundo que conocían en nuestras latitudes. Por supuesto, del mismo modo también son nuestros los africanos que llegaron —en buena medida en contra de su voluntad bajo diferentes modos de servidumbre— a tierras americanas desde finales del siglo XV hasta bien pasado el siglo XIX.

Ahora bien, aun cuando son los indígenas, como los africanos y los españoles, en estas líneas no me empeñaré en hablar de los indígenas ni de los africanos, por las siguientes razones.

En el caso de los indígenas ya durante las últimas décadas, salvo algún que otro cuento, nuestros pueblos hispanoamericanos han generado una imagen bastante clara de su existencia y relación con nosotros, por muy hipertrofiada que sea la misma, y esto a pesar de las estatuas que de los aborígenes se colocan en nuestros lugares públicos, que parecen más empeñadas en mostrarnos a participantes de Míster Olimpia que a realizar una recreación histórica del físico de estos pueblos precolombinos. Por lo tanto, con la aceptación que el gran público tiene de la propiedad y familiaridad que nos une con ellos me doy por servido.

Por su parte, en el caso de los africanos, también durante las últimas décadas, de nuevo, salvo algún que otro cuento, se nos ha trasladado junto a su existencia un sentimiento de propiedad o familiaridad, sin embargo, la noción que tenemos popularmente sobre la historia de la esclavitud en esta parte del mundo también me deja tan inconforme que, luego de estar el año pasado por España dictando conferencias al respecto, estoy actualmente inmerso en la elaboración de un libro en torno a este espinoso tema que estoy plenamente convencido no dejará feliz a ninguno pero espero que al menos coloque el tema en discusión. La finalización de este libro me ha sido esquiva a la brevedad que hubiera deseado, pero estas tardanzas son parte de lo terrible que tiene el exilio, pues el comenzar a construir tu vida de nuevo a los 32 años se tiene poco espacio para escribir y pensar sobre estos temas, sin embargo, como diría Galileo eppur si muove.

Ahora bien, en el caso de los españoles la noción que tiene el gran público hispanoamericano sobre ellos a nivel histórico es poco menos que ridícula. La serie de cuentos y bulos que se han empeñado en contarnos en Hispanoamérica durante los dos últimos siglos una vez realizada la secesión política, autonomía política o independencia —como quieran llamarle—, nos los presenta como individuos salidos del más terrible de los avernos, presas de la codicia por el oro y el sadismo por la sangre y el exterminio de los naturales; retrato odioso que no solo no se corresponde con la realidad sino que produce la absurdidad de que quienes tengamos una idea tan negativa de los españoles hace apenas quinientos años también éramos españoles y apenas hace doscientos años, dejamos de serlo para cambiarnos el nombre por motivos políticos. Sin embargo, tal cual como actualmente quien se cambia de nombre o nacionalidad no puede suprimir el ADN que ostenta, ni el bagaje cultural que le ha determinado a ser en la sociedad (con determinadas costumbres, creencias y expectativas de la realidad), tampoco nosotros pueblos hispanoamericanos podemos negar que en su momento fuimos tan españoles como los que más, siendo la única especificidad en el hecho de que éramos españoles indianos, españoles del nuevo mundo.

Dice el famoso dicho el que quiera entender que entienda, pues lo señalado en el punto anterior por ponzoñoso que pueda sonar para individuos criados en la leyenda negra antiespañola es una verdad como un puño. De manera que, una vez planteada la necesidad de enseñar historia de España a aquellos que hasta hace poco tiempo fueron españoles—tiempo relativamente ínfimo a nivel histórico—, y que por tener actualmente otra nacionalidad política no pueden dejar de lado ni su propio ADN ni su propia existencia cultural, debe comprenderse que no es más que un intento de atacar tanta miseria “educativa” que los chovinismos de los últimos doscientos años han llamado orgullo patrio o necedades semejantes.

II

De la multiplicidad de pueblos

Al momento de comenzar a hablar sobre historia de España, necesariamente debemos trasladarnos a la península ibérica, cuna de la hispanidad. No obstante, debo advertir de entrada que en la edad antigua no podemos hablar propiamente de la historia de los españoles que conocemos hoy en día, pues para ello hizo falta un contacto con una gran cantidad de pueblos y la asimilación de otras civilizaciones, así como ser asimilados por otras grandes potencias, todo lo cual desarrolló lo que hoy en día podemos comprender como ser español. Tan absurdo es pretender a estos pueblos como españoles, como es de errado pretender hablar de venezolanos, colombianos, mexicanos o peruanos, cuando nos referimos a los pueblos indígenas que se encontraban en América antes de la llegada de Colón— y por ello son llamados pueblos  precolombinos—, al contrario, los que se encontraban habitando esos territorios eran caribes, timotocuicas, aztecas o incas, y no tenían idea de qué era ser venezolano, colombiano o mexicano, por ello tanto Guaicaipuro y Chacao nunca se concibieron venezolanos ni compartieron ningún vestigio cultural con nosotros, como Moctezuma y Cuauhtémoc jamás fueron mexicanos y Manco Cápac jamás fue peruano.

Así, una vez explicado lo anterior, el lector hispanoamericano que sigue estas líneas podrá comprender que los pueblos que se encontraban en la primera etapa de la edad antigua atomizados y repartidos por la península ibérica, y que bien podemos considerar a su vez pueblos indígenas, no se consideraban españoles en esa época, tan sencillamente porque el propio concepto de español no existía en esos remotos tiempos. De este modo, en aquella época conseguimos en la península ibérica decenas de pueblos que aún hoy en día se continúan descubriendo e investigando, pueblos tales como los carpetanos, lusitanos, vetones, ilercavones, cántabros, astures, vascones, entre otros. Estos pueblos no solo es que eran distintos entre sí, sino que tenían grandes diferencias que les hacían constantemente estar en guerra entre ellos y siempre demostraban un abrumador sentido de autonomía frente al extranjero. Por ejemplo, para un lusitano su país era todo aquel territorio que dominaba su pueblo, y un túrdulo u oretano —por poner algún ejemplo— no era un connacional ni un aliado por vecino que fuera, al contrario, eran sus enemigos.

Ahora bien, estos pueblos tan distintos entre sí, que habían llegado en distintos momentos producto de las constantes migraciones de la época de diferentes lugares (en buena medida la historia de la humanidad es la historia de las migraciones de los pueblos), mantenían distintos niveles de avance cultural, político, social y militar, sin embargo, habitando en la península ibérica bañada por el mar mediterráneo —verdadera gran autopista marítima del comercio y la cultura—, rápidamente tendrían no solo la influencia sino la presencia de los pueblos que se disputaban la bandera de los avances en los primeros tiempos de la antigüedad; por lo tanto, helenos (griegos) y fenicios también llegaron a la península ibérica en diferentes momentos, fundando colonias particularmente en las áreas costeras, y con ello no solo llevaron su cultura, sino que establecieron verdaderas ciudades o centros urbanos que hoy en día aún subsisten. Es de estos pueblos, particularmente de los helenos de donde nos llegan las descripciones de los habitantes de la península ibérica que se encontraron en esas épocas.

Particularmente, los helenos notaron la gran diferencia de los pueblos asentados en las regiones costeras con los que se encontraban inmersos en lo vasto de la península, diferencias que no solo eran culturales, sociales y militares, sino incluso de fenotipo. Así, comienzan a aparecer en la historia que narramos nombres como íberos y celtas para agrupar a determinados pueblos que mantenían algunas características comunes, por un presunto origen o, por formas en común, aunque fueran bastantes distintos entre sí. Del mismo modo, los fenicios al notar la existencia de abundancia de conejos llamaron a la riquísima tierra que tenían ante sí “tierra de conejos”, o en su idioma i-spn-ya, palabra que ha llegado hasta nuestros días como España.

Ahora bien ¿Qué influencia tuvieron los fenicios? ¿Cuándo llegó este pueblo de origen fenicio llamado Cártago a la península ibérica? ¿Qué decían los helenos de los habitantes peninsulares? Verdaderamente el contacto de estos pueblos avanzados del mediterráneo con los habitantes que consiguieron en la península ibérica sería determinante para los sucesos que ocurrirían con posterioridad en el desarrollo de esta historia, por lo tanto, todo ello, junto con la histórico-legendaria aparición de Tartessos la trataremos en la siguiente publicación.

De manera que, como siempre me despido con las palabras del maestro Cecilio Acosta: “Enséñese lo que se entienda, enséñese lo que sea útil, enséñese a todos; y eso es todo”.

Espero nuevamente su amable lectura la próxima vez.


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