Creo que existe cierto consenso en cuanto a la idea de que la situación venezolana no está bien. En especial lo concerniente al espectro político y económico. Sin embargo, la forma en la cual debe abordarse esta circunstancia no cuenta con el acuerdo de todos los factores del país. Al menos, pudiera decirse, de los más relevantes. Y ello aplica tanto para el gobierno como para la oposición. Del primero, es poco lo que se puede decir. El gobierno venezolano se ha caracterizado por ser bastante hermético en cuanto a las formas en las que dirime sus diferencias de criterio, que las hay. En la oposición, en cambio, el conocimiento de las diferencias es conocido, bastante conocido de hecho, y no es casual que muchas de las discrepancias sean notorias, y no pocas veces conocidas de forma mediática a través de redes sociales, y los otros canales que se encuentran disponibles.

Y es sobre este último tema que quisiera dedicar la reflexión. Pienso que existe una brecha de criterios significativa en cómo la oposición se concibe a sí misma. Mucha ha sido el agua corrida debajo del puente en más de dos décadas, y es obvio que con ello las perspectivas, los intereses y las alianzas cambian. En general, pienso que la oposición está dividida en dos grandes grupos: el primero, convencido de que la solución pasa por construir consensos y acercamientos con el gobierno venezolano; el segundo, más férreo, de línea dura, que se aferra a la idea de que con el gobierno no se negocia, no se transa, y sólo con su salida definitiva del poder se hará nuevamente viable la reconstrucción de Venezuela. Estos grupos a su vez, se dividen sobre un tema clave para el país: las sanciones. El primer grupo se encuentra abiertamente en contra de las sanciones. El segundo, por el contrario, cree y considera que las sanciones son vitales como medida de presión y justicia frente a todos los desmanes que ha venido haciendo el régimen a lo largo de estos años, con el corolario especial de las violaciones a derechos humanos y haber contribuido al desarrollo de una crisis humanitaria que vive el país.

Ahora bien, ¿quién tiene la razón? A mi juicio, pues ambos lados del espectro. Los pro acercamiento gubernamental tienen un punto cuando señalan que después de dos décadas de confrontación abierta los resultados no ha sido los esperados. Al final, el chavismo sigue allí, con un enorme costo en vidas humanas, migraciones forzadas y una sociedad profundamente desarticulada. Por otro lado, quienes plantean que estos acercamientos no hacen sino constituir una búsqueda de “jaula grande”, es decir, no sacar al chavismo sino convivir con ellos tienen también un punto: la rendición total, el hablar con el gobierno y sus personeros como si no hubiera pasado nada, es un bofetón a la memoria histórica, y un camino peligroso que puede redundar en impunidad, olvido y la falta de bases para los consensos necesarios hacia una gobernabilidad democrática duradera.

En otros espacios he dicho que mi percepción es que la oposición venezolana perdió una guerra. Una guerra no convencional (en el sentido de la beligerancia típica que acompaña este tipo de procesos), pero guerra al fin, y al encontrarse completamente desarticulada, es poco su margen de maniobra para poder proseguir con su proyecto de cambio, si es que lo tiene. La palabra clave es sumisión. También he dicho que en medio de ese estadio de desarticulación y rendición, es poco realista pensar que podrá llegarse a una nueva democracia sin factores del gobierno inmersos en el proceso. Salvo que exista una salida de fuerza (lo cual a todas luces, visto lo visto, tiene una probabilidad de ocurrencia bastante baja el día de hoy) la obtención del poder pasará por el visto bueno de quienes detentan el poder.  Dicho de otro modo, salgo que exista algún elemento imprevisto que no se esté tomando en consideración en estos momentos, no habrá cambio de gobierno si no es tutelado o administrado por el propio chavismo. Lo más probable entonces es que hubiera un gobierno mixto, con figuras del ayer y del hoy, si es que realmente eso llega a pasar. De lo contrario, los chances son que el chavismo siga en el poder con su hegemonía y notas características de su autoritarismo caribeño. ¿Cuáles son los incentivos que tiene el poder hoy para irse? ¿Qué piensa la colación de poder?

En el medio de todo este escenario, sin embargo, han aparecido una serie de personajes bastante curiosos que buscan imponer agendas de los deudos que sienten que pierden poder en el nuevo estadio de cosas. Algunos lo harán por convicción, pero otros lo hacen a todas luces como consecuencia de los intereses que representan. Un guion que mezcla política identitaria, junto a temas en boga en ciertos gobiernos occidentales, y una artillería propagandística que bastante lejos esta del pensamiento conservador. Ello aunado al hecho, a mi juicio más comprensible, de la crítica de la situación política y económica que vive el país. Lo malo es que más allá del análisis y el diagnóstico su generación de valor real en la vida del país tiende a cero, como quiera que sus palabras usualmente se quedan en palabras y sin ir a la acción. La articulación es bastante limitada, tal vez por la misma situación país, pero tal vez también por otros motivos que no pueden ser descifrados por nosotros.

Lo cierto del caso es que me pregunto de qué puede vivir alguien que constantemente analiza la realidad venezolana y no tiene otro trabajo conocido. Los medios venezolanos están quebrados, el periodismo crítico caído en desgracia, la consultoría política es casi inexistente, ventanas como podcasts o medios digitales no cuentan con suficiente músculo ni patrocinio. La pregunta da para muchas hipótesis.

Siendo justos, los promotores de la “jaula grande”, también tienen su agenda montada. Se busca promover la estabilización del gobierno, y ello es público y notorio. La “ventaja” que tienen estos sujetos al momento de ser analizados es que son identificables no solo sus intereses, sino también sus fuentes de financiamiento. Sonará tonto, pero prefiero saber el follow the money de las personas para saber por qué piensan lo que piensan. Es muy probable que varias de las premisas de los estabilizadores sean erradas, y el juicio de la historia con ellos está pendiente. ¿Valdrá la pena su esfuerzo? ¿Se traducirá en más sufrimiento para el país o sí conducirá a una transformación del poder? El tiempo lo dirá. Pero estos sujetos no pecan de objetivos.

Entonces, ¿quién tiene la razón? ¿los hippies de nuevo cuño (así los vengo a llamar porque transmiten inconformidad y en cierto sentido una contracultura) o los promotores de la vieja escuela? Hay también un tema subyacente. Luego de veinte años, las brechas generacionales y la forma de entender la política se hacen más palpables. Aunque nos duela reconocerlo, algunos de nosotros también hemos envejecido.


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