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Me ilumina el alma y da sosiego a mi espíritu pensar que sea el Sol y no la Tierra el que nos dé vueltas millones de veces mientras enreda alrededor del planeta hilos de oro que son presencias de la incesante luz que emana de sus explosiones. Estas, al mismo tiempo que nos dan vida nos las quitan; fertilizan nuestros suelos con ayuda del agua que igualmente cae del cielo o convierte la fertilidad de los campos en  calcinados desiertos donde reinan la soledad y la muerte.

Es inexacto que sea el Sol el que enrede hilos de oro cada vez que nos da vueltas, pero lo entiendo y acepto porque cuando amanece en el Ávila, todo lo que acaricia se vuelve color de oro. Pero que un dólar valga mas de millón y medio de bolívares es algo que decididamente me desquicia; no lo acepto ni lo entiendo, así se me acerquen economistas de Harvard para explicármelo. Lo más detestable es que el régimen militar, responsable de estos dólares desorbitados, permanece impertérrito con cara de yo no fui, retozando  con serpentinas de carnaval en lugar de renunciar y esconderse debajo de las piedras.

La historia es enérgica y va mucho más allá: en la más remota Antigüedad los dioses entablaron una lucha feroz contra los monstruos que querían devorar al Sol. Los dioses transformaron el caos en cosmos para mantener el orden y dejaron al león en la montaña celeste y delegaron en cuatro arqueros la obligación de vigilar los puntos cardinales. ¡Esto, lo sigo creyendo y aceptando, pero continúo sin entender ni aceptar el disparate del dólar. ¡Que con mi jubilación apenas pueda comprar una cebolla y un pimentón!

Tratándose del Sol, el oro es por consiguiente imagen de inteligencia divina. Es decir, espejo de lo superior, la verdadera glorificación. Los simbolistas consideran que el corazón es la imagen del Sol en el hombre de la misma manera que lo es el oro en la Tierra. Y aseguran que constituye el elemento esencial de lo que se mueve silenciosamente detrás de los tesoros que se encuentran al pie del arcoíris. Dicen también que es imagen de los bienes espirituales y de la iluminación suprema

Con gentil compás de pie, la luz y el oro remontan juntos las montañas más altas de la vida humana; recorren los caminos del conocimiento y revelan el secreto de que en el oro respira la inmortalidad.

De allí, la manifiesta prerrogativa de su majestad: es el más precioso de todos los metales y el metal más perfecto. Algunos pueblos antiguos creían que la carne de los dioses estaba hecha de oro. En edades más cercanas se decía lo mismo de los faraones egipcios y nuestros antepasados de flechas, onoto y taparrabos se lucieron y se esmeraron aventando lejos, hacia las peligrosas espesuras de la selva, a los ambiciosos conquistadores que se enteraron por Colón de que los hombres y mujeres que encontraban a su paso llevaban collares de oro macizo.

La única y más grande obsesión registrada en las crónicas de los cuatro viajes de Cristóbal Colón quedó resumida en la palabra oro pronunciada una y más veces en cada página de sus Cartas al Rey; las grandísimas sumas de oro que, al decir de aquellas gentes astutas, se encontraban siempre al sureste: portentosos lugares, se repetía el almirante alucinado, donde los indios «cavan el oro y lo traen al pescuezo, en las orejas y en los brazos y piernas y son como manillas muy gruesas, y donde hay también piedras y perlas preciosas e infinitas especierías» y con ellos, bellas mujeres que traen por delante de sus cuerpos una “cosita de algodón que escasamente les cobija su natura”.

Creyó encontrar finalmente el camino que habría podido llevarlo a los dominios que más tarde se conocieron con el nombre de El Dorado, y entrar en Manoa, su capital: el corazón mismo del Paraíso Terrenal, intacto en la resonancia y en el deslumbramiento del país de los Omaguas; la capital del perfecto diseño, con sus calles y estatuas y palacios inesperados y desconcertantes, más luminosos que el sol, edificados en oro y decorados con piedras preciosas para alabanza de su constructor, el  mítico Cacique Dorado que cubre su cuerpo con polvos de oro puro y resinas aromáticas en rituales que habrían estremecido las ambiciones y la ferocidad de la pólvora y los arcabuces y habrían otorgado mayor empeño redentor a los crucifijos convertidos en arma de extraordinaria potencia.

Extensos y quiméricos dominios a los que jamás podrán llegar quienes los buscan solo por las riquezas materiales que contienen porque aventureros de semejante estirpe solo encontrarán la muerte.

La palabra Dorado, un palacio de oro, la ciudad de Manoa y un príncipe cubierto de polvo de oro quedaron sepultados para siempre en las profundidades amazónicas. Persisten, sin embargo, en la avidez de la más ferviente imaginación.

Alguna vez, los venezolanos tuvimos en abundancia oro amarillo y oro negro. Veinte años de socialismo bolivariano, de estupidez política, turbios negocios y fraudes aterradores acabaron con estas dos riquezas. El oro y el petróleo podrían  haber construido futuros de progreso y bienestar, pero con igual intensidad destruyeron al país que hizo de ellos mal uso. Se envanecieron los chavistas, se creen nuevos dioses cada vez que se miran al espejo y nos ofenden. Se hundieron en la mayor indignidad cuando por puro engreimiento y fracasadas teorías políticas y económicas cambiaron el oro venezolano por una deteriorada pero costosa gasolina, una riqueza que nuestro otrora país petrolero dejó de producir por culpa de la ineficacia socialista. ¡Perder oro para obtener una mala gasolina es algo  imperdonable!

En todo caso, la más desventurada gasolina puede cumplir a la perfección sus funciones incendiarias en el infierno que vislumbramos como el destino y residencia final de quienes degradan y corrompen los hilos del Sol.


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