Foto EFE

Crecimos leyendo historias repletas de héroes. Desde el primer hombre de las cavernas que mató a un enorme mastodonte, pasando por lecturas religiosas en la que ciertos personajes eran convertidos en magos, santos y salvadores, hasta la historia contemporánea habitada por guerreros, generales, presidentes, dictadores y otros dementes. Cada uno de ellos, según los libros de historia y la prensa, son seres ungidos que exhiben conocimientos y capacidades sobresalientes, casi divinos o sobrenaturales, gracias a los cuales son capaces de heroicas hazañas. Ya sea como tiranos o como estadistas, se les considera especiales y debido a eso se les atribuyen los éxitos de casi todos los grandes episodios de la historia que les tocó vivir.

Al parecer la historia, al menos la que nos han contado, es conducida por esos seres casi divinos. Desde esa perspectiva, fue Winston Churchill quien efectivamente convirtió a Gran Bretaña en un fenómeno militar inigualable y los 300.000 hombres que desembarcaron en Normandía, al parecer eran poco menos que insignificantes. El genio y el triunfador fue Churchill solo contra Hitler, el malo y asesino de millones de judíos, sin contar con el papel de los cientos o miles o millones de colaboradores que ambos —Churchill y Hitler— tuvieron. Roosevelt, Churchill y Stalin. La historia tiende a reducir todo el proceso a un nombre y a una persona.

Pero la verdad es muy diferente. Los hechos concretos, fueron el resultado de la interacción, la participación, el apoyo y el empuje de miles o millones de personas. Un pueblo entero, lleno de euforia y alegría, respaldó a Hitler con fuerza y entusiasmo. Sin la ayuda y la cooperación del pueblo alemán y de no pocos aliados extranjeros, Hitler no habría sido otra cosa que un loco delirante y fracasado. Pero no fue así. El pueblo, ricos y pobres, profesionales y obreros, intelectuales y analfabetas, todos vieron en el discurso y en las promesas alucinantes del führer un futuro lleno de gloria, progreso y bienestar, tanto para Alemania como para ellos mismos. Citando a Haffner, Ian Kershaw, “nueve alemanes de cada diez eran seguidores de Hitler”. Creían en él, no veían un monstruo, veían un salvador.

Se pueden dar otros centenares de ejemplos como los de Bolívar, Gandhi, Luther King o Napoleón. Su grandeza, lejos de ser un destello de genialidad individual, fue un fenómeno social, de masas, un resultado político. Se trató, quizás, de la expresión colectiva de un ideario, de un anhelo, de una frustración o del dolor y el deseo de venganza. Pero fueron, invariablemente, experiencias colectivas, masivas, nacionales. No fueron actos heroicos individuales ni afanosos esfuerzos personales.

Sus logros, atribuidos solo a ellos, fueron logros colectivos. Imaginen a Churchill, a Bolívar y a Napoleón sin sus ejércitos y sin la pasión de los pueblos que querían ser libres. Imaginen a Hitler sin los aplausos del pueblo alemán que lo adoraba, sin los genios que le ayudaron a crear la mayor máquina de destrucción que jamás había existido hasta entonces, e imagínenlo sin sus miles de soldados. Ninguno de ellos sería nada. Sin sus pueblos, esos anónimos seres que respaldaron sus ideas, actuaciones y que se sumaron a sus movimientos, ninguno de ellos sería hoy recordado y ninguno habría logrado ABSOLUTAMENTE NADA.

Los fenómenos sociales y políticos, no pueden existir si no son capaces de arraigarse en los pueblos. Es la gente común la que finalmente hace posible las transformaciones, las revoluciones y los cambios. Cuando una idea o un deseo ha echado raíces en un pueblo, cuando bulle en la población, con ardor y fuerza, un impulso –poco importa cuál sea— se convierte en un movimiento poderoso que crea una causa común y genera sus propios líderes.

Los líderes encarnan los anhelos sociales. Y si no es así, jamás podrán ser líderes. Y es probable que pretendan actuar como tal. Pero no lo son. Y no lo son porque no son capaces de comprender cuáles son las demandas sociales de un momento determinado, serán también incapaces de generar una conexión con el pueblo, y, en consecuencia, jamás podrán convertirlos en una fuerza política y social poderosa. No podrán, por lo tanto, liderarlos.

Un estudio detallado de las circunstancias sociales, económicas y políticas de un momento histórico específico, en el que haya destacado alguna personalidad, nos permitirá comprobar que solo se convirtieron en líderes cuando sus acciones encarnaron plenamente el anhelo social mayoritario, o fue esa contradicción la que facilitó el ascenso de un tirano. Su triunfo se produce porque apoya o adversa una idea socialmente relevante. No triunfa por proponer un camino alocado, sino por oponerse o apoyar una de las dos caras de un proceso específico.

Los costos los pagan siempre los pueblos. Por lo general, la razón de que sea así es casi siempre la misma: no están conscientes de la importancia ni del tamaño de su poder. Los pueblos, equivocadamente, creen que es el líder el que tiene poder. Se convencen de eso. Pero no es así. Ese líder efectivamente tiene poder, pero no es suyo y no emana de él, sino que se lo confiere el pueblo, proviene del pueblo y pertenece al pueblo.

Tomar plena consciencia de que así son las cosas es de vital importancia especialmente ahora en Venezuela. Aunque muchos sueñan con la repentina aparición de un salvador proverbial, mítico, fabuloso y todopoderoso, la verdad pura y dura, es que la aparición de ese líder antes necesita que nosotros, los ciudadanos, comprendamos a plenitud el papel que cada persona juega en este proceso. Somos los verdaderos protagonistas de la transformación. No habrá líder si no hay un pueblo dispuesto a respaldarlo. En nuestro caso, tal y como están actualmente las circunstancias, nuestro protagonismo debe expresarse mediante la herramienta más poderosa que nos ha dado la Constitución: el voto. Al votar masivamente por el líder que nosotros escojamos, acabaremos definitivamente con la tragedia espantosa que hoy arruina a Venezuela.

Es el pueblo el que cambiará las cosas. Son esos millones de venezolanos anónimos los que con su voto pueden ponerle punto final al despotismo que hoy nos atenaza. No será un héroe surgido de la nada quien lo haga. Ese líder ya está en nuestras calles. Será a quien le demos nuestro masivo respaldo, el que encarne nuestra causa. No existen esos seres perfectos y adorables. Son mujeres y hombres de verdad, de carne y hueso, con luces y sombras. No son perfectos ni puros, pero si uno de ellos es capaz de entender nuestro padecimiento, si es capaz de entregarse a nuestra causa, y es digno de nuestra confianza, entonces debe ser ese a quien respaldemos con determinación.

En realidad, lo que hacemos es confiarle la importantísima labor de encarnar los sueños de quienes queremos ser libres de nuevo. Le estamos diciendo: ponte al frente de esta lucha que nosotros estaremos contigo, te acompañaremos y votaremos por ti. Lo hacemos porque así estamos votando por nosotros y por la realización de nuestros sueños de libertad y prosperidad. Y si fallas, te encontrarás de nuevo con este pueblo que ya aprendió a utilizar el poder del voto. Aprendimos que el líder sin nosotros no es nada.

Así fue en la Revolución francesa, fue así con Gandhi, y será así con el próximo presidente de Venezuela. Será la obra de un pueblo convencido de su fuerza, decidido a emplear el poder de su voto y seguro de que no son los héroes los que hacen la historia, sino los pueblos valientes y determinados, como nuestro pueblo venezolano.

Twitter: @lortegadiaz

Instagram: luisa_ortegadiaz

Youtube: Luisa Ortega Díaz

 

 

 


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