Bonny Cepeda
Foto: Prensa Miraflores

En los siglos precedentes, el poder siempre fue una promesa fundada e infundada de sacrificio, competencia y sobriedad que, ahora, ni siquiera es demandada como un deber moral. Simplemente,  es fruto de un forzado aprendizaje que necesitamos contrarrestar y superar con urgencia.

Inolvidable, por el castigo cotidiano de aquellas cadenas radiotelevisivas nacionales, un buen día Chávez Frías tuvo el descaro de hablar en nombre de los hambrientos niños de la calle para justificar la venta del “camastrón”,  entendida como la demostración de su infinito desprendimiento respecto al estorbo del extremadamente lujoso avión presidencial que heredó de las administraciones anteriores. Poco después, el personaje adquirió un flamante Airbus de muchísimos millones de dólares, sin que obviamente resolviera el problema de nuestra infancia abandonada, agravándolo hasta lo imposible, para deleitarse con sus grandilocuentes y repetidas incursiones extranjeras.

Así, quedó sellada una perversa pedagogía de quienes no se daban por aludidos, en las profundidades de nuestra memoria latente.  Impactado el imaginario colectivo, abonó a una novísima tradición política en repudio de la más vieja y sostenida que institucionalizó un modo de ser y de proceder, legando  una permanente y caprichosa ruptura que nunca tuvo ni tendrá solución de continuidad.

Hemos  tenido también a mandatarios democráticos muy austeros en nuestra historia, e, incluso, cumplido el período constitucional, murieron empobrecidos; y hasta feroces dictadores militares que procuraron administrar y minimizar el efecto público de sus excesos. Todavía recordamos las quejas del sabaneteño por las prendas de vestir (y otras), que tanto le impresionaron al posesionarse de Miraflores y La Casona, aunque lució otras de prodigiosa confección y marca, atacando duramente a los predecesores que, por cierto,  hicieron públicas sus declaraciones de bienes, al ocupar y desocupar el solio presidencial, y pagaban el boleto aéreo de la esposa que acompañaba en un viaje de Estado.

Explotan los reprimidos deseos de la infancia, imponiéndose por encima de las responsabilidades de conducción que pronto se delegan en sus facetas más aburridas, complicadas y hasta tenebrosas, revolviendo las más elementales nociones de gobierno, gobernabilidad y gobernanza para  fundirlas en un ilimitado narcisismo que ha de darle identidad a la vasta clientela política cultivada. Opera el mito de una insostenible superioridad ética,  a través de un populismo cínico y extremo que llama a la resignación,  aceptación y silencio, explicándose como un fenómeno demasiado natural de reconocimiento al trepamiento económico y arribismo social de un alguien que no lo era en el inmenso paisaje de la pobreza pretérita del país que, por supuesto, versiona la maquinaria propagandística y publicitaria de la usurpación.

Muy antes, se hizo común el llamado a evitar o frenar la concupiscencia del poder, con sus placeres y bienestares inmediatos y sensoriales que lo aspiran como un ejercicio inagotable, por cuenta ajena: celebrada la tentación, hoy, la catástrofe humanitaria es el más elevado e inaudito costo que todavía pagamos, sin precedente alguno en nuestra biografía republicana, añadidas las escaramuzas y guerras intestinas que la marcaron. El renovado patrimonialismo de Estado permite conocer y ser conocido por las celebridades allende las fronteras, con  satisfacción por las imágenes, videos y titulares de la prensa que especulan en torno a una naciente amistad; pasearse por festivales de cine, estrechando la mano de los famosos, o recibiendo en palacio la sugestiva visita de una beldad; la privilegiada asistencia a los grandes eventos deportivos, artísticos e, igualmente, gastronómicos, degustando un puro al mismo tiempo que el exquisito plato en un ambiente de humos encontrados; pagar para que los homenajeen los más cotizados cantantes del exterior, propagando el testimonio de las deidades del espectáculo, o, habituado al protocolo, hacer de sí una deidad que quedará solo para sí y los síes que le acompañan, se ofrecen como ejemplo de lo lejos que hemos llegado, aunque tenemos la impresión de que, en el fondo, no hay vocación, sino lascivia económica de poder.

Maltrecha, sobrevive aún la infame ilusión óptica de una prosperidad colectiva, ahora, palpablemente reducida a la que pueda personalmente alcanzarse en el sorteo de las oportunidades que brinda el régimen, añadidos  los opositores dispuestos a “comprender” sus realidades, sensualizándose a través de los discursos y las metáforas fundadas en una política de la fe para las masas y en otra para modelar una suerte de mutua estafa respecto a aquellos que obscuramente enlazan con el oficialismo. El tribuno telegénico deviene político manufacturado que conforma una clase mediocre y autosuficiente para consagrar la brecha entre la producción intelectual y el compromiso político, fetichizando al gobernante, como expresara Luis Madueño en un ensayo de elocuente título, advertidos por la academia con sobrada anticipación [*].

[*] “El populismo quiliástico en Venezuela. La satisfacción de los deseos y la mentalidad orgiástica”, en: Alfredo Ramos Jiménez (editor) La transición venezolana. Aproximación al fenómeno Chávez, Centro de Investigaciones de Política Comparada – ULA, Mérida, 2002: 47-76.

@LuisBarraganj


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