En líneas muy gruesas, las sanciones son un recurso que países democráticos ―como Canadá o Estados Unidos― o entidades multilaterales ―como la Unión Europea― ejercen en contra de personas, empresas o en contra de regímenes que actúan fuera del marco de la ley. Hay que hacer una distinción: las sanciones no alcanzan el nivel del embargo comercial, que es mucho más severo, y que se reconoce como la prohibición general de un país de comerciar con otro. En cualquier caso, las sanciones son siempre peculiares: sus motivaciones, características, implantación y duración dependen de las realidades a las que se oponen.

Lo primordial es que las sanciones son, más allá de lo económico, una herramienta política, un mecanismo de presión o de castigo. Las que se han aprobado, referidas a Venezuela, son una respuesta a tres grupos de hechos, que nadie debería olvidar en este momento: uno: corrupción masiva, generalizada e impune, que ha conducido a Venezuela a un estado de pobreza y a unas realidades de empobrecimiento cada vez más extendidas y causantes de enfermedades, muerte y de un brutal deterioro de la calidad de vida. Esto es clave: las exportaciones petroleras venezolanas son el núcleo del enriquecimiento ilícito, la fuente mayor de la que viven los enchufados y los capitostes del régimen, civiles y militares.

En segundo lugar, las sanciones van dirigidas a contrarrestar a una estructura criminal, que se ha apropiado del Estado venezolano y sus ramificaciones militares y policiales. Esa estructura ha sido definida, creada y ajustada para poner en práctica una política de violación de los derechos humanos en Venezuela. Y ha matado y torturado; ha creado una industria de presos políticos, que sigue operando en Venezuela. Ha implantado sistemas de persecución en contra de la sociedad, contra todo aquel que proteste, reclame sus derechos o simplemente se resista a tolerar los abusos que se cometen en su contra. No puede obviarse: las sanciones van dirigidas al régimen que tortura, mata en cárceles y mata en las calles, silencia, censura, amenaza y extorsiona. Van contra el régimen que asedia el libre ejercicio del periodismo y el derecho a la información.

Lo siguiente, el tercer punto en esta relación, es que las sanciones tienen el propósito de castigar la destrucción masiva de las instituciones, los servicios públicos, la infraestructura nacional. ¿O es que es posible negar que el funcionamiento del sistema de salud, del servicio eléctrico, de la distribución de agua potable, del mantenimiento y creación de nuevas infraestructuras, del sistema educativo, del sistema de identificación y extranjería, de resguardo y seguridad de la ciudadanía está en niveles de precariedad y negligencia impensables?

La tragedia venezolana, en sus múltiples facetas, es responsabilidad exclusiva del régimen: esto puede demostrarse con hechos, documentos, testimonios y estadísticas. De esto trata la vida real de la inmensa mayoría de los venezolanos: de una vida cada vez más difícil, cada vez más menesterosa, cada vez con menores expectativas de futuro. De eso, justamente, y no de otra cosa, trata la emigración forzosa y masiva que ha llevado a casi 7 millones de compatriotas a vivir fuera del territorio.

Eliminar las sanciones no tendría otro resultado que hacer más poderoso al régimen armado y feroz que aplasta a la sociedad venezolana. Eliminar las sanciones equivaldría a engordar los canales por los cuales la corrupción se apropia de las riquezas y los bienes de los venezolanos. Eliminar las sanciones supondría establecer, sin contrapesos, una situación de absoluta impunidad que ya no podría revertirse, dentro y fuera de Venezuela. Eliminar las sanciones sería, nada menos, que eliminar uno de los pocos mecanismos de contención que existen, para limitar (no para impedir), la corrupción y todas sus consecuencias, incluyendo las siniestras derivadas de sus vínculos con el narcotráfico y la narcoguerrilla terrorista con la que mantiene alianzas.


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