A diferencia de lo que podrían creer hoy algunos desprevenidos «cultores», entre ellos los ya comunes fabricantes de cápsulas de «aleccionadores conocimientos» para consumidores de hilos en redes sociales a partir de resúmenes sin contexto y leyendas urbanas, a Hannah Arendt —cuya figura, al igual que la mayor parte de su obra, admiro profundamente— no la rodeaba una homogénea aura de aceptación y admiración universales cuando murió¹, pues a la sazón estaban aún humeantes las ascuas del incendio desencadenado por su tesis de las supuestas irreflexión e inconsciencia en la comisión del mal que amenazó con arrojarla, junto con sus extraordinarias contribuciones previas, al abismo del descrédito y del desprecio.

El adjetivo «temerario» no da cuenta de la enormidad del despropósito que no solo constituyó lo aparentemente tajante en tal planteamiento, sino también el propio proceder que condujo a este, ya que muy lejos estuvo Arendt de contar con lo necesario para erigirse en «juez» de los criminales arcanos de la mente por no ser ella, esa descollante filósofa, una experta en neurociencias y ciencias del comportamiento en general, y por el claro sesgo con el cual abordó un asunto que en su caso fue más bien la búsqueda de cierto grado de justificación del mal vinculada a sus propios afectos. Pero ¿acaso los intentos de la humanidad por explicarlo no han seguido ese mismo camino con bastante frecuencia?

Eichmann en Jerusalén², en efecto, no fue el producto aséptico y válido de una rigurosa investigación con un insuperable blindaje metodológico —lo que en modo alguno es un pecado, porque lo exacto e inconcuso en la ciencia o disquisición no matemática pertenece al reino de lo utópico—, sino la precipitada conclusión de quien no dudó en llenar inmensos vacíos de conocimiento, sobre las verdaderas motivaciones y características de los engranajes de la mente de Adolf Eichmann y de personas similares a él, con las creencias forjadas en sus relaciones con antiguos colaboradores del nazismo, en particular en la que volvió a establecer a inicios de los años cincuenta con su admirado mentor y examante, el filósofo Martin Heidegger, en cuyo colaboracionismo quiso ver extravíos y errores «involuntarios» de una persona esencialmente «buena», aun cuando él, el más grande del siglo XX (!) —según algunos, claro—, a pesar de su Dasein³, de su «estar-en-el-mundo», o precisamente por las implicaciones de tal noción, poco evidentes en la estructura neológica y abstrusa solo en lo aparente que creó para sustentarla, toda vez que ese estar en cuanto ser no es lo mismo que un «ser-con-otros» construido sobre el reconocimiento de los «otros» como iguales al «yo» en términos de derechos fundamentales, fue tan conscientemente antisemita, racista y partidario de las ideas centrales del nacionalsocialismo después de su período de más fervorosa y pública defensa del régimen nazi, de la que jamás se retractó, como mucho antes de este, lo que, aparte de entreverse en su Introducción a la metafísica, más allá de las purificadoras exégesis posteriores a su primera publicación, ha quedado expuesto con sus matices más oscuros, luego de tantos años de negaciones y justificaciones, y de una sobrevaloración del pensamiento heideggeriano únicamente comparable a la de las ideas marxistas, como resultado del proceso de publicación de los Cuadernos negros de Heidegger que se inició en 2014.

Por supuesto, nunca se sabrá cuál habría sido el juicio de Hannah Arendt ante lo que, según parece —y no hay razones para dudarlo—, no llegó a saber de su caro amigo, pero esa historia de ceguera selectiva de una persona buena —por emplear un cómodo término—, de justificaciones y condenas en función de creencias y grados de empatía —pues con los colaboradores judíos de los nazis no se mostró Arendt igual de indulgente que con aquel y, de forma sorprendente, con el propio Eichmann—, abre como muchas otras un amplio abanico de cuestiones sobre el bien, el mal y la ética que son en este siglo XXI de gran relevancia por la gravedad de las amenazas que suponen el avance del totalitarismo y del crimen organizado en el mundo, y lo que en la actual sociedad global se entiende por lucha en favor de los derechos fundamentales.

Estos indeseados aspectos de la contemporaneidad son, de hecho, manifestaciones de la cultura que han venido entretejiendo vestigios de ideas como la inherencia de la bondad, la mencionada «inconsciencia» en la acción criminal y otras de semejante índole, así como toda clase de sandeces sin asidero en la ética que subyace tras la noción de derechos humanos, en ámbitos científicos como la psiquiatría o en la escasamente explorada realidad del sentido común, dentro de un contexto de empobrecimiento intelectual y de rampante oportunismo «político» y económico que ha encontrado el mejor de los resortes en aquella suerte de perversa corrección del «bien», amalgama de todas las «correcciones» de estos tiempos de opresivo imperio de un muy curioso «deber ser», de la que solo se han beneficiado los enemigos de la libertad y de la democracia.

La presunción, verbigracia, de una esencia «buena» en los violadores de derechos humanos tiene hoy más peso que estos, de modo que el supuesto derecho del criminal a contar con un clima propicio para el «afloramiento» de aquella acaba a menudo excluyendo las urgencias y libertades de sus víctimas de los marcos de «entendimiento» y de construcción de «soluciones pacíficas» propuestos por quienes dicen y quizá creen actuar en pro de estas, lo que constituye una completa e inadvertida inversión de los valores y principios sin los que no es posible un auténtico desarrollo. Y ello es apenas la superficie de un océano de distorsiones éticas relacionadas con el problema en cuestión, en virtud de que la justificación del mal, la misma ceguera selectiva de la que adoleció Arendt ha sido, en realidad, el denominador común en la dinámica relacional de una sociedad global en la que el delito solo existe y es consciente cuando su perpetrador es un «otro» ajeno a la esfera de los propios afectos; algo que, en casos extremos, deja crímenes sin perpetradores donde todos o las mayorías tienen algún vínculo afectivo con determinados criminales, como por ejemplo un ídolo de la música.

Más allá de esto último, son evidentes los peligros de una cultura en la que aquellas ideas sobre el bien y el mal se mezclan con una «corrección» que lleva a confundir la silenciosa permisividad y la indefensión con la paz, la forzada aceptación con la justicia, la impunidad con el perdón y diversas formas de constricción de la libertad con el desarrollo, y que además ejerce tal presión para un «ser-bueno» que la prevalencia de lo malo, de manera consciente o no, parece haberse convertido en una necesidad para no pocas personas «bondadosas», para aquellas que no pueden definirse y construirse a sí mismas fuera de la órbita de la ayuda, del altruismo, y que, por consiguiente, requieren de algún «otro» enfermo, pobre, excluido, perseguido o agredido de cualquier manera para «ser» en su auxilio… lo que no implica, valga la puntualización —no por obvia menos importante—, que la solidaridad sea mala o que no deba ayudarse al prójimo.

En todo caso, ante tal peligro, y en un contexto de tantas luchas usurpadas y desviadas de sus legítimos propósitos reivindicativos, urge surcar las brumas de las apariencias para ver lo realmente ético, comprenderlo y actuar en consecuencia.

Notas

¹ Arendt falleció el 4 de diciembre de 1975 en Nueva York, ciudad a la que llegó en 1941 tras escapar del régimen de terror instaurado meses antes por los ocupantes nazis en Francia, donde había permanecido exiliada desde su huida, en 1933, de su natal Alemania, entonces en poder de aquellos.

² ARENDT, Hannah. Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, 4.ª ed. Traducción de Carlos RIBALTA. Barcelona, Lumen, 2003. Ensayo.

³ HEIDEGGER, Martin. Ser y tiempo. Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo RIVERA C. Madrid, Trotta, © 2003. Estructuras y Procesos. Filosofía.

⁴ Esto es, su etapa como rector de la Universidad de Friburgo, entre 1933 y 1934.

⁵ HEIDEGGER, Martin. Introducción a la metafísica, 2.ª ed. Traducción de Angela ACKERMANN PILÁRI. Barcelona, Gedisa, 1995. Hombre y Sociedad. Cla-de-ma.

⁶ En 1953.

⁷ Trotta es la editorial responsable de las traducciones al español de tan revelador material.

@MiguelCardozoM


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