El punto de partida de cualquier análisis de la atroz acción de la agrupación terrorista Hamás en contra de decenas de miles de familias indefensas en distintos lugares de Israel, el 7 de octubre, parte de esto: su objetivo declarado es la eliminación de Israel. No solo destruir a Israel, también establecer en su lugar un Estado islámico. Este es el marco mental, el pensamiento guía de lo ocurrido. Explica la ferocidad. No quiere vencer militarmente sino erradicar al que ha declarado su enemigo.

El ataque, entre otras cosas, tiene un carácter simbólico: se produjo un día después de la fecha en que se cumplieron 50 años del inicio de la Guerra de Yom Kippur -6 de octubre de 1973-, que terminó con la victoria aplastante de Israel sobre varios países. Por lo tanto, se trata, también, de una venganza. Lo que pone de bulto que, para Hamás, el conflicto es irresoluble, como no sea con la destrucción total de su enemigo: de Israel y del pueblo judío. No acepta negociaciones ni acuerdos de ningún tipo. Así, Hamás, a diferencia de otras posiciones de palestinos, que promueven diferentes modelos de convivencia con Israel, sostiene: hay que desaparecer a Israel del mapa. Es decir, otra Solución Final. Otra erradicación.

Iniciado a las 6:30 am del 7 de octubre de 2023, el ataque tiene características inéditas. No me refiero a la cantidad, sin duda extraordinaria, de cohetes lanzados sobre distintas ciudades -alrededor de 5.000-. Hablo de la sorpresiva operación táctica que hicieron unidades de terroristas, que ingresaron al territorio de Israel por unos 25 puntos. ¿A qué? A ejecutar una matanza. Familias indefensas fueron masacradas sin escapatoria. Atacaron a comunidades que no podían defenderse. Decapitaron bebés. También acabaron con un número todavía no cuantificado de mascotas (escribo este artículo el miércoles 11 de octubre, cuando el balance de la mortandad y del número de heridos no se ha cerrado). No se produjo un enfrentamiento militar sino, en rigor, un conjunto de ataques terroristas contra civiles, realizados de forma simultánea, en hogares, calles y en un parque en el que se había celebrado un concierto. Las escenas de los asesinados en sus casas es simplemente dantesca. Ejecutaron, delante de sus padres, a niños, adolescentes y ancianos y, en acciones de terror inenarrable, acribillaron, sin clemencia, a padres y madres impotentes. Los relatos de lo ocurrido van más allá de lo sangriento. Fueron actuaciones monstruosas. No surgidas al calor de los hechos, sino cuidadosamente planificadas.

Estos hechos constituyen una declaración de guerra. Hamás planificó durante unos dos años esta acción que significó, por una parte, acopiar cohetes y aumentar el número de bases de lanzamiento. Sin embargo, lo más revelador es el diseño de una avanzada y penetración en el territorio de Israel que, además de sorprender y mostrar la vulnerabilidad del sistema militar israelí, le permitiera entrar, matar a discreción, secuestrar a civiles y militares, y, a continuación, regresar a sus refugios en el territorio de Gaza con sus presas. Presas, trofeos de dos categorías: secuestrados y asesinados. Indefensos. Siempre indefensos.

Lo dicho hasta aquí supone un método: usar a civiles indefensos como presas de una caza sin riesgo: matarlos o secuestrarlos. Pero del uso de personas como materia desechable por parte de Hamás -a fin de cuentas, no más que una criatura engendrada por Al Qaeda, dirigida por Irán- no escapan los 2,1 millones de palestinos que viven en la franja de Gaza, en el limitado espacio de unos 360 kilómetros cuadrados. Son también rehenes de Hamás.

Desde 2007, año en que se hicieron con el poder, Hamás se ha dedicado a disolver las fronteras entre civiles y paramilitares. Se cuentan por miles, en cualquier parte, las viviendas, los sótanos, los pequeños comercios, los cafés, las escuelas, los centros de salud, los talleres donde se ocultan armas y terroristas; donde planifican atentados y ataques; donde se inculca el odio a Israel y a Occidente, a los niños, desde los 7 u 8 años de edad. De este modo, diluyéndose en el entramado social de un espacio densamente poblado, abigarrado y colapsado, los terroristas levantan la bandera de los derechos humanos de esos habitantes palestinos de Gaza, para ocultarse, usarlos como escudo, organizar un expediente que denuncia a Israel como violador de los derechos humanos.

Hamás, desde su propia psicopatía política y militar, tiene una conexión con el hitlerismo. Funda su acción en un odio incalculable e irreversible. Hay que insistir en esto: la guerra de Hamás contra Israel no es una guerra territorial. Es una guerra de exterminación. La amenaza que representa Hamás ya ha sido escenificada: consiste en evitar la confrontación con el ejército israelí y ejecutar, atroz y sumariamente, a bebés, niños, adolescentes, adultos de cualquier edad y condición.

Frente a esa realidad, todas las propuestas de diálogo y acuerdos de convivencia son inviables en este momento. Eso podría venir después. En la circunstancia actual, ante un enemigo que actúa para ejecutar un programa de exterminación del pueblo y la nación judía, Israel no tiene alternativa: debe actuar militarmente y neutralizar a Hamás hasta en sus raíces, porque lo que está en juego es la continuidad de la nación. Su existencia, su futuro.


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