Por Marisela Prieto Berbin

El imaginario histórico-social establece diversas significaciones imaginarias sociales: dioses, ancestros y otros, que son encarnadas e instrumentadas por una gama de instituciones como la religión y las que presentan ciertas instituciones referidas al poder económico, familiar, educativo e incluso, al lenguaje en sí. Todas estas instituciones, poseen una dimensión lógica con base en la organización realizada por los conjuntos y agrupaciones, donde por esta jerarquía existe la silogística, es decir, una convicción sobre la autoridad y pertinencia que imaginariamente son parte de todas las instituciones.

De hecho, cada persona se ha formulado sus propias representaciones simbólicas, interrogantes de esas vivencias en el clima cultural contemporáneo que expresan unas relaciones de poder. Al respecto del poder instituido, de acuerdo con Foucault y Chomsky (2007): “Este tipo de poder está localizado en manos del gobierno y que se ejerce gracias a un determinado número de instituciones específicas tales como la administración, la policía, el ejército y el aparato del Estado…(p. 82).

No obstante, desde el poder también está presente la noción de  formación, la cual subyace desde la dialéctica de la interacción humana, representada por la dominación no como un proceso estático. Esto impone la necesidad de profundizar en las formas complejas, mediante las cuales la interacción entre sus propias experiencias vividas y las estructuras de dominación, en las cuales estuvo latente una intencionalidad, sentido común, la naturaleza y valor del comportamiento no discursivo; cuya muestra podemos observar con más razón en las medidas que se imponen ante la pandemia del covid-19, donde los discursos son prácticamente simbólicos, pero se impone el poder a través de medidas, muchas de ellas coercitivas, mientras la población espera ser vacunada.

Ante ello, hoy existen condiciones para que se inserten en los saberes desterrados, entre ellos el relacionado con la formación de una nueva ciudadanía que desde el acto pedagógico se tiene que impulsar y proyectar, porque se asume como un elemento importante en la práctica social.

En las condiciones actuales de alteración en la conducta humana de manera forzosa, se hace necesaria la concepción de una formación ética, humana, sensible y espiritual, en un contexto ético-político y emancipatorio para la configuración de la ciudadanía del siglo XXI. Se necesita una formación tradicional que configure una práctica educativa que ha sido negadora de la historia vinculada ante los saberes populares, la política y hasta del mismo imaginario del ser humano y su dignidad. La formación tiene un lado luminoso que la hace portadora de un proyecto histórico que responda al clamor por develar la desigualdad, la segregación y la exclusión social en esta realidad. Por ello, tiene que asumirse como potenciadora de la humanización.

Es importante develar el impacto de la problematización del sentido ético de la formación para la vida que refiere interpretar la complejidad educativa a través de un episteme, del poder y la pedagogía, más en tiempos de coronavirus. En la vocación ética del ser humano se fundamenta una acción educativa para que pueda recrear su vivir, sus relaciones, la historia en función de las representaciones que posea de su contexto social, cultural y educativo. Hay que ir hacia una plataforma conceptual filosófica, antropológica y sociológica. El sentido ético permite el reconocimiento de lo típicamente ontológico y genuinamente formativo y apuesta por la capacidad de emocionarnos, de construir el mundo y el conocimiento a partir de los lazos afectivos que nos impactan, y por ende construir una nueva doctrina del sentido humano.

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