Foto AFP

Se da como un hecho el triunfo de Pedro Castillo en las elecciones peruanas. Pese a que Keiko Fujimori introdujo una impugnación que retardará unas dos semanas la proclamación del ganador, todo apunta a que el reconteo que hará el Jurado Nacional de Elecciones no podrá revertir los resultados. Castillo se ha impuesto gracias al voto antisistema de los Andes y el sur peruano, en un patrón de comportamiento electoral -como han apuntado varios analistas peruanos – que se viene repitiendo desde hace dos décadas, y que tiene en el polo contrario a los electores de Lima y de las urbes de la costa norte del país, más conservadores e identificados con las élites urbanas, que votaron al fujimorismo.

El voto a favor del candidato de Perú Libre fue, por tanto, un voto fuertemente identitario, con elementos raciales, regionales y rurales, y esto es importante recalcarlo, pues muchos pretenden analizar todo lo sucedido en términos del antagonismo tradicional de izquierda-derecha, liberalismo-socialismo, etc., esquemas que solo calzan de manera limitada en los actuales tiempos (no solo en la realidad peruana, por cierto, sino en Latinoamérica y el mundo en general). Si el votante peruano promedio que apoyó a Castillo calzara exclusivamente como izquierda tradicional, hubiese preferido seguramente en la primera vuelta a Verónica Mendoza, una izquierdista típica (mujer blanca, atea, antropóloga de formación, que se aviene con el perfil de los que algunos llaman la izquierda exquisita). Castillo, un izquierdista con propensiones radicales -¿cómo olvidar que su promesa de la Constituyente fue justo el programa impulsado y consumado por Chávez en 1999, y repetido luego por Evo en 2006 y Correa en 2008?- tuvo a su favor su imagen de paisano, hombre franco y directo, sin poses, imagen que explotaron muy bien sus asesores en mercadeo electoral; además, devoto cristiano, con posturas conservadoras tanto en las cuestiones de género como en el aborto. Todo este coctel de elementos lo favoreció decisivamente.

Quizás el aspecto más dramático de la situación peruana (haciendo abstracción de la amenaza que representa un presidente electo que sigue a pie juntilla, aparentemente, la cartilla del castrochavismo continental) es cómo desde hace tres décadas todo el acontecer político del país tiene tras de sí la sombra del fujimorismo. Más de 20 años después de su salida del poder, el “chino” sigue siendo el punto de referencia básico, el parteaguas de la política peruana, introduciendo -particularmente en los últimos años- una vorágine de inestabilidad, que se llevó en los cachos -como decimos en criollo- a Pedro Pablo Kuczynski y su sustituto, Martín Vizcarra. El fujimorismo, sobre todo desde que Keiko constituyó en 2010 Fuerza Popular, ha venido a convertirse en la única organización de rasgos hegemónicos del país, en una especie de árbitro, que aprovechando el dominio ejercido en el Congreso, condiciona, paraliza y sabotea todo cuanto le conviene; lo que no es óbice para que su líder principal haya sido objeto de acusaciones por actos de corrupción, que la llevaron a la cárcel por un año.

La paradoja de todo es que, pese a este rasgo hegemónico (en un panorama donde, como en otros países de Latinoamérica, las organizaciones tradicionales han sido desplazadas y hay una fragmentación del sistema de partidos) Keiko no ha podido coronar en las presidenciales en tres justas consecutivas: 2011, 2016 y ahora en 2021. El sistema de doble vuelta, acogido cada vez más en el mundo porque asegura una mayor legitimidad y apoyo del candidato elegido, y, eventualmente, una mayor estabilidad política, no ha servido para esos objetivos en el Perú de la última década, básicamente porque en esa segunda vuelta se ha formado, indistintamente, un Tocokei -todos contra Keiko-, donde los candidatos antifujimoristas han logrado imponerse por escasísimos votos (Humala en 2011, Kuczynski en 2016), por lo que, a la postre, en el país de los incas ha surgido una especie de escenario cesarista o precesarista (en términos gramscianos), es decir, un empate catastrófico de fuerzas, que solo trae inestabilidad e incertidumbre. Podría decirse que durante todo este tiempo Perú ha oscilado entre la admiración por la eficacia autoritaria y el populismo conservador de los Fujimori (Incas venidos del Lejano Oriente) y el repudio a sus prácticas ilegales e inmorales en el ejercicio del poder, sin terminar de dar un juicio definitivo acerca de su legado.

En este complicado contexto, ni una sacerdotisa pitia ni el mejor arúspice romano podrían responder con claridad hacia dónde va Perú, y, específicamente, hacia dónde va Pedro Castillo. De buenas a primeras, en un contexto cesarista como el descrito, Castillo, en teoría, podría -como hizo Fujimori en 1990, y como haría Chávez, con pasos graduales, a partir de 1999 – intentar dar un palo a la lámpara, aprovechando, como estos, el descrédito de la clase política y el malestar adicional creado por la pandemia. A este propósito, la Asamblea Constituyente que ya anunció le viene como anillo al dedo. Pero para avanzar en este escenario necesitaría mantener durante la primera parte de su gestión -al menos los primeros meses – un alto apoyo popular, tomar medidas de impacto positivo en lo económico y lo social, y contar con el apoyo de las Fuerzas Armadas, o por lo menos con su neutralidad institucional. Ninguno de estos tres aspectos son fáciles de conseguir, y menos con las limitadas capacidades y experiencias que él parece tener, al menos en el papel. Por otra parte, el nativo de Cajamarca está en una postura más débil, por lo escuálido y cuestionado de su triunfo.

Otro escenario probable es el de un Castillo que migre a posturas más moderadas, acercándose al centro y pactando con la diversidad de fuerzas que en la segunda vuelta se tornaron a apoyarlo para evitar el triunfo de Keiko. Esto significa, lógicamente, alejarse -sin desvincularse del todo- de Cerrón y Perú Libre. En el terreno económico esto se traduciría en mantener las políticas de libre mercado, con alguna que otra concesión redistribucionista o clientelar. Esto no es nada imposible y tampoco excluye que, de subsistir y consolidarse, asuma de igual forma una agenda autoritaria (como también podría avenirse, con suerte, a las formas democráticas). Esta vía no es extraña, pues Evo, Correa y Ortega mantuvieron políticas de mercado, con muy puntuales y escasos momentos intervencionistas, al tiempo que se transformaron en caudillos que menoscabaron la democracia.

Obviamente, entre uno u otro escenario puede haber matices y soluciones intermedias. Lo único cierto, de cualquier forma, es que Castillo -de ser proclamado definitivamente- confrontará un escenario volátil y altamente polarizado, en un país que pese a ser una de las mejores economías de la región en los últimos años, no termina de alcanzar la estabilidad política y consolidar su democracia.

@fidelcanelon


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!