Tarea ardua esta de hacer constituciones, pues el tema clave es su durabilidad, y durabilidad significa para mí, en buena medida, normatividad. A los venezolanos nos ruboriza dar lecciones sobre el tema, pues gozamos del dudoso récord latinoamericano de veintiséis constituciones. Ya nos lo recordaba Cecilio Acosta con un dejo pesimista: “Hacemos cada rato constituciones como quien sopla pompas de jabón, y la última es la mejor, de donde resulta que ninguna es buena, porque al fin viene otra que la fulmina”.  Un apreciado constitucionalista, ya fallecido, me dijo alguna vez una frase que me quedó grabada para la meditación:  Nosotros hemos podido hasta hoy mantener la vigencia de la Constitución de 1830, cierto que con algunas enmiendas. Se trataba de una excelente Constitución, que resolvía nuestro problema más difícil, el federalismo. En suma  una Constitución consensual,  al igual que la Constitución de 1961, no por casualidad las constituciones de más larga duración en la historia patria. Mi maestro, don Manuel García-Pelayo , nos decía que los países de América Latina se encontraban en una  seria búsqueda de la forma política funcional a su realidad.  La verdad es que esa búsqueda ha sido como la tarea de Sísifo, un permanente comenzar.

No es tarea fácil hacer constituciones.  Valen las prudentes recomendaciones, casi siempre desoídas, de Germán Bidart Campos, el recordado constitucionalista argentino:  “En primer lugar, ser realistas, escribir en las constituciones las normas que la realidad sociopolítica de una sociedad puede asimilar, no ser perfeccionista, no buscar el mejor régimen ideal sino el mejor régimen posible: hacer el traje a la medida del cuerpo (…). En segundo lugar, ser leales, no escribir en las constituciones normas que se sabe no se van a cumplir, no usar la apariencia constitucional para ocultar la deformación de un régimen disímil. En tercer lugar, no ser prematuros, ponerse al nivel de la sociedad de que se trata, no fabricarle al niño un traje de hombre”.  Son desoídas con mucha frecuencia estas recomendaciones, dada la ambición transformadora que con frecuencia se apodera de las asambleas constituyentes, y su tentación de insuflar al texto de contenidos utópicos, o en todo caso difíciles de cumplir. Se desdibuja entonces el sentido de la realidad donde operará el nuevo texto constitucional. Olvidamos que la constitución es una Ley Fundamental, adrede en mayúsculas, que debe integrar a la nación en su totalidad, no a una parte de ella. Una constitución exitosa es una constitución donde el pueblo se sienta identificado, y así pueda desarrollarse el valor constitucional por excelencia, lo que Loewenstein llamó el “sentimiento constitucional”, la adhesión espontánea de la ciudadanía a su constitución.  También olvidamos con frecuencia el grueso tema de la funcionalidad de la constitución, es decir, su adecuación al sistema político donde se inserta, así como la comprensión de las realidades del poder, para controlarlo y ponerlo al servicio de sus planteamientos normativos.

La democracia moderna es una democracia pluralista. Pluralismo político y pluralismo social. Las realidades electorales del momento, y su representación constituyente, no debe olvidar que la constitución debe ser abierta y por tanto, nunca imponer un proyecto ideológico determinado, independientemente de su atractivo para uno u otro sector de la población.

En conclusión, la mejor constitución no es la más perfecta, ni la más idealista o ideológica, sino la que funcione. La buena constitución es alérgica a los extremos, sea el extremismo de derecha, o como hoy en Chile, el extremismo de izquierda. Una constitución con esas características estará destinada al fracaso, pues una parte sustancial de la ciudadanía nunca se identificará con ella, y hará todo lo posible por desecharla y abandonarla.  La experiencia histórica, las tradiciones políticas de los pueblos tienen siempre algo que decir, en el momento de redactar nuevas constituciones.  Del proceso constituyente venezolano del año 1999, deseo destacar dos elementos no suficientemente apreciados: primero, nuestra decisión de escoger como anteproyecto de constitución el texto fundamental de 1961, lo que nos permitió gozar de una estructura firme, con raigambre histórica, sobre la cual escribir la nueva constitución; y segundo, el trabajo de la comisión bicameral y su proyecto de reforma constitucional que dirigió el para entonces senador vitalicio Rafael Caldera, injustamente abandonado por el Congreso de ese entonces, bajo el insensato argumento de que favorecía la proyección política del expresidente, pues muchas de las normas de la nueva constitución fueron, digámoslo así, maceradas con prudencia y sentido de patria en la mencionada  comisión.

El pueblo chileno, como debe ser en democracia, decidirá en septiembre su destino constitucional. El mejor éxito le deseo, sea cual sea su crucial decisión.


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