Decíamos ayer, en esta misma pizarra virtual que en Venezuela no había una auténtica ni genuina “cultura del debate teórico-político” porque, entre otras razones, el clima psicológico de la necesaria interacción comunicativa, dialógico-confrontacional había sido arteramente polucionado desde las instancias de “la sociedad política”, desde las instituciones gubernativas y estatales mediante la promoción de un léxico intemperante, prostibulario, una semántica violentista y programadamente guerrerista. Desde la entronización del discurso revolucionario, de suyo antidemocrático, la delirante incontinencia de la  verbosidad chavista y de su ínsito vaniloquio bonapartista, el lenguaje de la “discusión pública” se dejó impregnar de lo peor de la vulgata filológica instaurando entre los actores de la vindicta pública una peligrosa red sociosemántica de lenguaje caracterizado por el vilipendio, el denuesto y la descalificación del sujeto perlocucionario.

Desde 1999, cuando el cuartel, la subcultura cuartelaria, se hizo del Palacio de Miraflores, se comenzó a experimentar una terrible metamorfosis en la lengua política venezolana y el “primus inter pares” hizo uso abusivamente de la majestad del cargo público que le confería el texto magno para atacar por mampuesto a todo aquel que osara manifestar su natural disenso con el logos militar estatocrático recién instalado en funciones por antonomasia civiles y por mandato de ley civilistas.

Antes de la llegada de los golpistas filotiránicos a Miraflores a lo más lejos que había llegado el verbo social y político fue aquella infeliz expresión acuñada por el doctor Arturo Uslar Pietri que se puso de moda y corrió profusamente de boca en boca: la llamada “marcha de los pendejos”. Ni siguiera el “a mi tú no me jodes” del médico pediatra Jaime Lusinchi logró trascender al grado de ofensa a la moral pública y ultraje a las buenas costumbres. Y las frases jocosas del llanero Luis Herrera a la salida del Palacio Blanco o a la llegada de uno de sus viajes nunca alcanzaron el reprobable timbre de vulgaridad impronunciable. A lo más que llegaron las expresiones del “hombre de la pepa de Zamuro” fue a frases pintureras y folklóricas que movían la hilarante jocosidad jacarandosa de la “jodienda nacional”; pero hasta ahí, nomás y sanseacabó. No se derramaban toneladas de tinta en las redacciones de los periódicos porque el jefe del Estado el día anterior había soltado una prenda lingüística de dudosa pulcritud verbal.

El bellista y proverbial cultor de la lengua nacional Rafael Caldera siempre se cuidó de no incurrir en deslices expresivos de “mala lengua”.

Es a partir del teniente coronel de Sabaneta de Barinas que se transforma el discurso oral presidencial en cloaca moral y en letrina pestilente de la más bochornosa e inaceptable pertinencia expresiva.

Si algún científico social –sociólogo o antropólogo o historiador– se atreviera a entresacar las “perlas psicalípticas” de la lengua chavista estoy seguro de que como resultado de su excavación antropológica del lenguaje obtendría como resultado de su estudio e investigación una antología o diccionario enciclopédico de la ofensa y de las palabras y frases que nunca sociedad alguna debería pronunciar por el bien y la sanidad psíquica y moral de sus jóvenes que están atravesando por su etapa formativa.

Una verdadera revolución desde el principio pone su acento en el rescate y adecentamiento de la palabra oral y escrita. Jamás en su degredo.

Una auténtica revolución hace hincapié en el empleo de expresiones verbales que exhalen donaire, que digan todo que encierran las palabras sin envilecer la lengua con fines de perpetuación de intereses mezquinos y sectarios. La cultura y la educación son los ejes primordiales de todo proceso genuinamente transformador.


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