El que no conoce la verdad es simplemente un ignorante. Pero el que la conoce y la llama mentira, ¡ese es un criminal! Bertolt Brecht

Hace algunos años, una metodóloga muy allegada me hablaba de la transcomplejidad, que en resumen es deconstruir y replantear los problemas desde lo simple, para descubrir lo que de otro modo sería invisible. Aplicando tan fascinante ciencia a la situación política del país, que parece inescrutable, una de las respuestas resultantes es tan atronadora, que muchos, sabiéndola cierta, prefieren ignorarla; el chavismo es chavismo por la intervención directa del tumultico bananero opositor. Sin ellos, un insustancial como Hugo Chávez, en el mejor de los casos, no hubiese pasado del primer mandato.

Hace algunos años, Jorge Rodríguez, en descuidos que no volvió a cometer, descalificaba a opositores por haberse reunido con ellos en privado. Es decir, el chavismo es tan consciente del desprecio que se le tiene, se halla tan absorto en su ruina moral, que logra el asco de la opinión pública hacia cualquier figura que se relaciona con ellos. Y es que hasta el hombre más virtuoso queda reducido al más vil desecho cuando se acerca al vandálico régimen.

Si nos afanamos por encontrar el origen al errático criterio opositor, la conclusión es una; el régimen, reconociéndose como un arma bacteriológica, toca e infecta a todo el que por necedad, interés o desconocimiento, cree que con delincuentes se puede disfrutar de amenas jornadas de ajedrez y limonada. Fue así como los cabecillas del G4, en la terrible presunción de genialidad, se convirtieron en portadores de un virus, que lamentablemente ha sido transmitido a curiosos, a núbiles y a los que pensando que al no tener opciones, están obligados a pactar o aceptar con mascarillas la putrefacción de sus contertulios. Por eso el que toca al chavismo, o roza al pranato opositor, queda en bancarrota política y moral, que no económica, ojo.

Hasta que no se tome con la seriedad debida está realidad, y se establezca un cordón sanitario alrededor de las pandillas comprometidas, no podremos conquistar ningún espacio. No importa cuánto se vote, cuánto se quiera, cuánto se marche o cuánto se sangre, sencillamente no avanzaremos, ni habrá final, ni cese de la usurpación, ni elecciones libres, ni valdrá la fuerza o mucho menos la fe. No hay antibióticos capaces de salvar el cuerpo opositor, acá sólo queda como solución conseguir hábiles operadores de guillotinas que supervisen a nuevos actores, quienes en caso de ser vistos en miradas pícaras con los enfermos, sean amputados de cuajo. Mientras eso no ocurra, las «fiestas democráticas» de Tibisay seguirán arrojando a millones al autoexilio, a miles al desentendimiento y a cientos a cárceles y cementerios.


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