Maduro ha reencarnado el régimen de terror de un Robespierre tropical y bananero, según lo anticipado en la película Danton de Andrzej Wajda, el director polaco que filmó las semejanzas entre los conflictos del socialismo real y las degollinas de los jacobinos.

Salvando las distancias, la cinta del año 1983, estelarizada por un joven Gérard Depardieu, debe verse en la actualidad como un trabajo premonitorio del colapso del chavismo, a consecuencia de las luchas intestinas que desangran al proceso, a falta de recursos.

La economía diezmada de las sanciones ha desatado una cacería de brujas, sin retorno, que restablece el pasado de episodios descritos en la tinta de los veinticuatro cuadros por segundo, como el caso de la purga estalinista que presentimos en la metafórica Iván, el terrible y el infierno rojo que advertimos en la caricatura distópica de Red Son.

En un registro paralelo, ubicamos el mensaje alegórico de Danton, la obra maestra que mejor expone la tragedia de un poder radicalizado y ensimismado, antes de su definitivo colapso.

Después de la Toma de la Bastilla y de la ejecución de Luis XVI, Maximilien Robespierre instaura el reino del terror en 1793, reprimiendo con furia a su oposición política.

Los parentescos con Nicolás primero, de la república bolivariana, son obvios.

Al respecto, la adaptación de Andrzej Wajda es explícita en detalles, secuencias y situaciones dramáticas.

Contrastan las imágenes de una masa hambreada y desesperada, frente a la arrogancia de un poder ciego y divorciado de las necesidades de la gente a pie.

El pueblo protesta en las calles por la carencia de abastecimientos mínimos y el dictador solo alcanza a responder con garrote, violencia y cárcel.

El tirano traiciona cada uno de sus ideales en pos de una prolongación pragmática de su desgobierno, a costa de la miseria general y del control a través del abuso de la autoridad.

Los cuadros policiales, leales al Comité de Salud Pública, persiguen a los disidentes, clausuran periódicos, cercenan la libertad de expresión,  sapean a diestra y siniestra, fabrican expedientes, endosan sus culpas a los chivos expiatorios.

El realizador logra desmontar el teatro de una crueldad revolucionaria, cuyos líderes se canibalizan, censuran y condenan al escarnio de las penas capitales.

De la pantalla pasamos a la realidad nacional, cuando Tarek anuncia la detención del Tupamaro José Pinto, a quien acusan de asesinato y explotación de menores. Ayer hasta le dedicaron documentales y programas de televisión en calidad de “notable”, de “intelectual”, de “figura ejemplar”, de “invitado de lujo”.

Hoy lo encierran en un calabozo como uno de los apestados y caídos en desgracia del sistema descompuesto.

Así fingen hacer justicia en la burocracia del partido único, limpiar la casa, ajustar sus propias cuentas.

Pero fuera del show de los tontos útiles y prescindibles, la impunidad garantiza el despliegue agresivo de la casta dominante.

A Diosdado lo degradaron, junto con su generación del golpe, permitiéndole una existencia bajo la amenaza del zar Padrino.

Hacia el final del largometraje, descubrimos otros problemas familiares.

Un tribunal amañado decide cortarle la cabeza a Danton, un mártir favorecido por el don de la palabra y un cierto carisma.

El personaje, días previos a su muerte, asegura que la revolución ha tomado un cariz despótico, deslizándose hacia su quiebra moral y estructural, cual Saturno que devora a sus hijos.

En efecto, el patíbulo rebana el cuello del protagonista, perfilando la carnicería y la masacre del comunismo russoniano.

Más adelante, por irónico que parezca, Robespierre tendrá una conclusión análoga.

Un niño, en el epílogo, reza una cartilla de derechos conculcados por el estado de inquisición.

El Torquemada lo mira enfermo e insomne.

Es cuestión de tiempo que reciba una cucharada de su propia medicina.

Venganza poética del cine, un arte maravilloso que los ignorantes insisten en subestimar y considerar un mero instrumento de la demagogia.


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