La humanidad, especialmente la vinculada con la civilización europea y sus derivaciones, es víctima de sus propias ideas, a veces de las ajenas, pero en términos numéricos los miembros de otras culturas, otras especies u otros seres vivos –hombres, animales o plantas– son los que han sufrido más por las malas ideas de Occidente. Afortunadamente son pocas las ideas que ha tenido el hombre desde el principio de los tiempos y casi todas referidas a Dios o al Estado, pero bastantes generosas en las matazones de herejes y sucedáneos.

Los sistemas comunistas implantados en Rusia, China y Corea del Norte no son producto de ideas nacidas en esos ámbitos, sino interpretaciones o versiones de una teoría europea, el materialismo dialéctico, que nunca ha demostrado su eficacia ni su cordura. Todo lo contrario, la propuesta de Marx y Engels ha sido derrotada estruendosamente en los debates académicos, en la arena política y, sobre todo, en la realidad. Con la promesa del reparto equitativo de la riqueza y la plena solidaridad se han construido verdaderos infiernos y se han producido las peores catástrofes y guerras.

En el siglo XIX solo se imprimieron unos cuantos miles de ejemplares del “Manifiesto comunista”, un folletín de menos de 90 páginas, que generó los totalitarismos que se impusieron en el siglo XX y han sido derrotados no solo por la inteligencia del hombre sino por un afán comparten, a su manera, todos los seres vivos: la búsqueda de la libertad. Fue en el siglo pasado y en el actual cuando su difusión alcanzó millones de ejemplares en los países totalitarios, y contra toda lógica: apenas unos cuantos miles tuvieron la paciencia de llegar más allá de quitarles el celofán y leer esa sarta de aspiraciones y lugares comunes que todavía despiertan un cosquilleo en los antiguos militantes de la Juventud Comunista.

Las verdaderamente buenas ideas tardaron más en llegar. En la URSS, el mamotreto que montaron Lenin y Stalin con sus asociados y disociados para “construir” la sociedad poscapitalista, la física del estado sólido y todas las hipótesis que hicieron posible los transistores y los circuitos integrados que posibilitaron la más importante revolución que haya vivido la humanidad eran poco menos que desconocidas; de ahí que las computadoras portátiles soviéticas tenían el récord de ser las más grandes del mundo, ocupaban más espacio y pesaban más que un Volkswagen Escarabajo. Además, eran muy deficientes. Un teléfono vergatario tenía un chip más avanzado.

Con la caída del Muro de Berlín y la apertura de la cortina de hierro quedó al descubierto la gran farsa y el gran daño que las malas ideas de Occidente causaron en ese amplio territorio del planeta: el asesinato de más de 100 millones de personas –por ejecuciones judiciales o no, hambrunas o caprichos de los comandantes supremos–, la destrucción de la biodiversidad de ríos, lagos montañas, estepas y bosques. Aunque en China hubo una especie de reconversión, no fue para corregir el error, sino para ahondar en la aplicación de las premisas primigenias, los enunciados de ingeniería social del “Manifiesto Comunista” y las bondades de la existencia de una ideología única. El comunismo capitalista es lo peor de los dos mundos.

Las grandes ideas transformadoras siguen siendo de Occidente, aunque los japoneses o surcoreanos hayan perfeccionado el mercadeo y producción de microcomputadoras, autos, televisores UHD o teléfonos inteligentes, que de alguna manera ayudan a dinamizar la difusión de ideas. Un ejemplo son las redes sociales y la democratización de la libertad de expresión. Con Twitter, Facebook, Instagram, YouTube y sucedáneos empezamos a padecer las impertinencias de la democracia directa, que es cuando cada uno pretende no solo ser líder de sí mismo, que está muy bien, sino además de los otros, que casi siempre está muy mal.

Antes de Internet no existían muchas complicaciones para asistir a un programa de concursos en la radio o en la televisión y, con algo de suerte, ganarse uno de los premios con los correspondientes tres minutos de fama. Era más complicado aparecer en un programa de opinión. No todos podían ir a pontificar con Carlos Rangel y Sofía Imber, ser entrevistado por Alfredo Peña, Oscar Yanes o aparecer en Frente a la Prensa. Para tener el privilegio requería haberse distinguido en la política, en la academia o en el mundo de las artes, quizás ganar el Miss Venezuela. No bastaba ser ciudadano para opinar, agredir, bendecir o descalificar desde los grandes altoparlantes de la sociedad, se necesitaban cierto escalafón en la sociedad, prestigio o, cuando menos, buenas conexiones con los medios.

Con la revolución digital, se acabaron las alcabalas, el pase por taquilla y la bola negra. Cada quien puede tener su página web y puede graznar, piar y hasta defecar a la vista de todos si ese fuese su gusto o placer. En política eso tiene sus desventajas, que es la pérdida de credibilidad o su carencia. Cuando los “guerreros del teclado” hicieron su aparición, ya fuese porque venían de otros medios o porque fueron ganándose los seguidores a pulso e ingenio, tuvieron un impacto ya fuera por su destreza en informar u opinar o por su capacidad de insultar o de mentir. Hasta fueron “trending topic”. Sin embargo, pasado un tiempo son parte del paisaje, como los cráneos de las vacas en las comiquitas de vaqueros. Todo el mundo los ve y nadie les hace caso.

Poco a poco las aguas van tomando su nivel y será más pronto de lo que se creía con la ayuda de los fake news. Las redes sociales no son una fuente confiable de información, les pasa lo mismo que a Venezuela, que era una fuente segura de abastecimiento petrolero con las mayores reservas del mundo y botó esa opción por la ventana por seguir una idea anacrónica y fracasada, el socialismo. Las redes sociales no representan el sentir de la mayoría y no valen para tomar decisiones. Vendo pajarito azul que no consume alpiste ni agua.

 

@ramonhernandezg

 


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