Ucranianos
Foto AFP

Mientras pretendía ordenar este desorden —jueves 24, 9:05 am—, un cable de la agencia EFE difundía la decisión del excomediante y presidente de Ucrania, Volodomir Zelenski, de romper oficialmente sus lazos diplomáticos con la Federación Rusa, tras la agresión militar a su país del gigante euroasiático, ordenada por Vladimir Putin. No era para menos Y, aunque la querella ruso-ucraniana no es nueva —las relaciones entre ambas naciones se deterioraron desde la anexión rusa de Crimea y el apoyo de Moscú a la sublevación armada en el Donbás, en el año 2014— es ahora cuando el mundo está al borde de un ataque de nervios, o de un soponcio, provocado por la putinesca pretensión de devolver a la ex Unión Soviética la grandeza perdida con el colapso del socialismo real y la caída del muro de Berlín. Rusia es un país grande, el más grande del planeta —ocupa casi la novena parte de la superficie terrestre—, y grande fueron el zar Pyotr Alekséyevich (Pedro I) y la zarina Ekaterina (Catalina). ¿Aspira el jubilado agente de la KGB a recuperar las áreas de influencia del oso estepario rojo y añadir el cognomento «magno» a su gracia, cual Alejandro de Macedonia y Federico de Prusia, a fin de transformarse en paladín del Renacimiento de su nación e inmortalizarse como Vladimir el Grande? No puedo responder a tal interrogante; me ocuparé, entonces, de la brejetería de Maduro y su alineación (y alienación) a la inocultable megalomanía del hombre fuerte de la cuna de las matrioshkas.

A pesar de la unánime condena a la flagrante violación del derecho internacional perpetrada por el Kremlin, «Venezuela está con Putin, está con Rusia, está con las causas valientes y justas del mundo, y nos vamos a restear (aliar) cada vez más». Eso afirmó el okupa de Miraflores, dejando claramente definida la postura del régimen en una televisada reunión de gabinete, y fundamentó su respaldo a la invasión a Ucrania en la posición de Hugo Chávez en otras disputas asociadas a la terrofagia rusa. Fue el comandante eterno, según nos recordó Nicolaiev Madurovsky, quien sostuvo: «La amistad con el pueblo de Rusia durará para siempre». Para siempre, lo nuestro será para siempre, cantaba Ilan Chester.

Las relaciones entre Moscú y Caracas se estrecharon con la llegada a la presidencia en 1999 del comandante golpista, quien compró armas y equipamiento militar ruso por cientos de millones de dólares en medio de una bonanza petrolera sin precedentes y administrada corruptamente y con criterio de nuevo rico. De acuerdo con rumores y conjeturas confiables, José Vicente Rangel habría hecho su agosto intermediando en las multimillonarias adquisiciones. El negocio, aseguran esas fuentes, habría sido legado al Padrino y ello explicaría su inamovilidad en el despacho de defensa.

A estas alturas del conflicto, y con los chinos velando a Taiwán, deberíamos agradecer la ausencia física del charlatán barinés y deplorar la ignorancia del zarcillo vernáculo; este se limita a improvisar babiecadas como las aquí transcritas; aquel nos abrumaría con una clase magistral basada en mitos y leyendas, no en una indagación histórica más o menos seria. Nos contaría de encerronas de Francisco de Miranda, a la manera del Casanova de Fellini, con la Soberana de todas las Rusias; encerronas inverosímiles, porque cuando el príncipe Potemkin presentó el Precursor a Catalina en San Petersburgo, la zarina era una señora avejentada (57 años), un vejestorio para la época y los estándares del presunto donjuanismo de nuestro universal Pancho. No había grises pendejos imperiales en su imaginaria colección de vellos púbicos. Eso Chávez tal vez lo ignoraba; y de saberlo, no le hubiese parado ni medio con tal de entretener a los embobados oyentes y televidentes de Aló, presidente.

No iba a ser el asimétrico enfrentamiento bélico ruso-ucraniano el tema de hoy. Me preocupaba la salud de la anciana Isabel II de Inglaterra y deseaba hacerla objeto de mis desvaríos, por haber leído en alguna parte, quizá en una de esas revistas descuadernadas por los pacientes en las salas de espera, sobre su regia consternación porque la prensa solo publicaba «malas noticias» —no sé cuán cierto sea el cuento, mas, subrayaría un italiano, se non è vero, è ben trovato—. Su queja fue oída y atendida por un flemático editor sensacionalista, escudriñador habitual de la basura de la Casa Windsor, en busca de deslices aristocráticos para entretener a la plebe y aumentar la circulación de sus pasquines, quien procedió a publicar una columna diaria de «buenas noticias» y, así, alegrar las mañanas de Su Majestad. Esta, a pesar de habitar en el mundo de fantasías expuesto con obsceno lujo de detalles en la «prensa del corazón», tendría algo de razón: la mayoría de los medios suele privilegiar tragedias y catástrofes —bad new is good new— prejuzgando a sus lectores como gente morbosa por naturaleza. La guerra siempre será noticia de primera plana y debe tratarse, aunque sea a vuelo de pájaro. Y eso hice; sin embargo, quedan todavía pendientes un par de asuntos insoslayables.

Hoy, 27 de febrero es domingo de Carnaval, pagana fiesta celebrada con memorables fastos en la Capitanía General de Venezuela. A un gobernador de esta entidad colonial debemos el batallar con agua, harina, huevos y otras sustancias no muy inanes, atroz costumbre afortunadamente descontinuada, sobre la cual asentó Arístides Rojas en sus Crónicas de Caracas: «La barbarie estableció que había diversión en molestar al prójimo, mojarlo, empaparlo y dejarlo entumecido». Las dictaduras de Guzmán, Gómez y Pérez Jiménez, cambiaron la «acuática y alevosa» diversión por bailes de disfraces en templetes públicos y rotondas privadas, circenses desfiles de carrozas y la elección, entre los más feos, de un rey Momo protocolar y una reina consorte entre las damas bonitas, y los duelos callejeros pasaron a librarse con papelillo y serpentinas. La dictamaduro festeja las carnestolendas con un bono miserable y humillante, orientado a extorsionar al pobre patriocarnetizado.

Hoy, seguramente, y si el tiempo no lo impide, habrá solemnes rememoraciones de los 33 años del «Caracazo» (27 de febrero de 1989), glorificado por los cronistas de la revolución bolivariana como «día de la insurrección popular y del nacimiento de la esperanza colectiva». Ni lo uno ni lo otro. Fue en realidad una vandálica jornada de saqueos originada no en el aumento de la gasolina, tal dictaminaron opinadores diversos en aquel momento, sino por el alza no autorizada del pasaje entre Guarenas y Caracas. Fue el ejército el principal ejecutor de las matanzas consumadas en desigual pugna con la marginalidad, y el lumpen blanco principal de los 4 millones de balas usadas por militares y policías para reestablecer el orden. Nunca se creó una comisión de la verdad con la misión de establecer responsabilidades y castigar los abusos de poder, si los hubo. La explicación es sencilla. Ese «oprobioso» ejército represor es el mismo encumbrado, burocratizado y pervertido por Chávez y Maduro en el poder.

El próximo jueves, 5 de marzo, cumplirá 9 años de fallecido el comandante eterno, artífice del descomunal despilfarro de los ingresos derivados de los altísimos precios del crudo — nuevamente en alza, por cierto—, y las cosas, vea no más usted, paciente lector, están peor de lo que estaban  —y ya eran malas tirando a pésimas—, en virtud de la sobredosis de patria ofertada como sucedáneo de los alimentos. No supo el falso mesías cómo suplir las carencias debidas a su colosal ineptitud para administrar la abundancia, cuanto por su empeño en instaurar un modo de dominación inspirado en el anacrónico estalinismo tropical cubano a un país en todos los terrenos muy por delante de esa depauperada isla y su mar de felicidad, incluyendo el sanitario, lo cual  nunca creyó, porque de lo contrario no habría sometido su humanidad al cuidado de sanadores y curanderos con efímeras pasantías en algún hospital de campaña en Angola o, en el mejor de los casos, adiestrados para el ejercicio paramédico en un dispensario de la tundra siberiana, bajo la directa supervisión de un Fidel sabelotodo, el único ser al tanto de la gravedad de su cáncer (el de Hugo, claro); gravedad negada contumazmente en los partes leídos por Maduro, dando cuenta de improbables entrevistas con quien cantaba «El manisero». Nos espera una semana de lamentos, lágrimas de cocodrilo y solidaridad automática con el zar Vladimir I, el Grande. La invasión es total y los hijos de putín pasean campantes por las calles de Kiev… ¿hasta cuándo? ¡Vaya usted a saber! Nos vemos. Y nos vamos.

 


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