Debemos insistir en el tema. América Latina libra en estos momentos una suerte de guerra. Una de esas que podemos calificar de muy baja intensidad. Tan de bajo volumen que nadie es capaz de advertir, salvo sus propios arquitectos. Podríamos hablar del típico conflicto ideológico, pero no como aquel que adornaba las páginas de la prensa internacional durante el añorado orden de la bipolaridad. Aquí nos referimos a lo que debemos denominar guerra política con la participación de dos bandos bien diferenciados: las imperfectas democracias liberales representativas y los regímenes de corte autoritario marxista-populista, que cada día expanden más sus tentáculos apelando al engañoso discurso inclusivo y a las precariedades y necesidades insatisfechas de los pueblos incautos.

Algunos escenarios de confrontación

El fracaso de la convocatoria a una reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) para examinar el tema de la represión en Cuba a raíz de los levantamientos populares de principios de julio; la propuesta del presidente de México, motivada en parte por esto último, de sustituir a la OEA por un mecanismo más consustanciado con la cultura, historia e intereses de los países latinoamericanos y caribeños, libre de toda hegemonía e influencia gringa; el apresamiento de candidatos y líderes políticos de la oposición en Nicaragua como antesala a las elecciones del próximo mes de noviembre; y las decisiones recientes de países como Argentina, Perú y Santa Lucía, de separarse del Grupo de Lima por considerarlo un instrumento dizque injerencista en los asuntos internos de Venezuela, son apenas algunos ejemplos del tipo de escaramuza política que tienen lugar en nuestro vecindario.

Esta confrontación política de baja intensidad ha encontrado en días recientes un nuevo escenario en México: el inicio del proceso de “negociación” entre factores de la oposición venezolana reconocida internacionalmente y los emisarios del régimen de facto. Digamos que uno de los contrincantes apoyado por un conjunto de países de la región, minoritario (por los momentos), pero mejor organizados y con mayor sentido de pertenencia a su despropósito ideológico, y agrupados, entre otros, en el ALBA, el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla; y el otro contendiente, que, acompañado de la razón que otorga la defensa de los derechos fundamentales y la libertad, ha sido empujado prácticamente al ruedo del “diálogo” por sus aliados de Estados Unidos y Europa.

Maduro y los gobiernos populistas-autoritarios aliados saben lo que resultará de este amague de acercamiento y diálogo: ganar nuevamente tiempo como estrategia para mantenerse indefinidamente en el poder. De la parte opositora, voltean con disimulo hacia atrás a ver si se encuentran por casualidad con una señal de Washington y Bruselas que les renueve las esperanzas y que les recuerde que no están haciendo nuevamente el papel de tontos útiles. Mientras tanto, la gestión de mediación del gobierno de Noruega tiende por supuesto a arrimar la brasa hacia el lado de Nicolás Maduro.

Y es que hay una circunstancia en todo este contexto de guerra política que favorece determinantemente a una de las partes confrontadas. Mientras los gobiernos populistas y autoritarios de la región cierran filas de manera categórica a favor de sus pares ideológicos – sin inmutarse por sus conductas indeseables y reprochables-, el conjunto de democracias representativas sigue inmerso en ese permanente y débil dilema de lo que conocemos como lo correctamente político, tratando de lidiar con sus interlocutores villanos, utilizando métodos apaciguadores y poco efectivos que descansan básicamente en inútiles exhortaciones.

El club de los regímenes autoritarios-socialistas-populistas, sin renunciar a sus convicciones políticas e ideológicas, se procuran, en sus relaciones con la región y el resto del mundo, todo lo necesario para salvaguardar sus intereses sin condiciones de por medio. Sólo hacen eventualmente frente a sanciones que han probado ser ineficientes, con el padrinazgo de sus socios extracontinentales, principalmente Rusia y China. En la otra esquina, las democracias representativas se ven impotentes y algunas están hasta dispuestas a voltear a un lado, ante los desmanes de un Diaz-Canel, en Cuba, y de un Daniel Ortega, en Nicaragua, más movidas por intereses económicos y de otro tipo.

La guerra política

Aproximándonos un poco a la teoría, muchas fuentes e ideólogos de izquierda atribuyen el concepto de guerra política a los manuales de defensa y seguridad nacional de los Estados Unidos. Sería una especie de guerra no convencional o guerra de cuarta generación; es decir, aquella en la que se utilizan cada vez menos las fuerzas militares, llevando a cabo la misma a través de otros medios, por ejemplo, las plataformas digitales, con sus redes sociales y estrategias de inteligencia y desinformación, propiciando una mayor influencia política a un menor costo que, dicho sea de paso, permite hacer casi invisible la presencia del agente hegemónico en el país o países trazados como objetivo. Se habla incluso de lo que se ha dado en llamar la diplomacia coercitiva y la diplomacia disuasiva, apuntaladas por presiones de orden económico, político y militar.

Lo paradójico de esta apreciación, es que parecería entonces que la receta atribuida a los manuales estadounidenses ha sido por mucho tiempo copiada al pie de la letra por los propios países y centros de poder mundial autoritarios que se presentan como las víctimas de tales despropósitos. Es lo que precisamente hacen en nuestro entorno latinoamericano y caribeño, Rusia, China, Irán, Cuba y Venezuela, arquitectos de la guerra política que hoy día experimentamos.

Para algunos entendidos sería más justo decir que con el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos abandonó “relativamente” el concepto de guerra política, que en su momento sirvió de muro de contención a la expansión del comunismo. Aplicar la misma receta a quienes hoy día pretenden subvertir el orden internacional liberal actual y desestabilizar nuestra región, es algo que muchos esperan se produzca como vía para equilibrar las cargas.

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