Este editorial es un planteamiento al único presidente legítimo que tiene Venezuela, que es Juan Guaidó. No se vaya a ilusionar el mandón de Miraflores y piense que alguien todavía lo considera con algún barniz de legitimidad. El hecho de que el presidente de la Asamblea Nacional sea el encargado de la Presidencia de la República es lo que hace de esta exigencia de rectificación una demanda justa dentro de la sociedad democrática de la cual él y nosotros formamos parte.

El país confió en Juan Guaidó y su planteamiento para lograr el cese de la usurpación. Usurpación que cometen con porfía tanto Nicolás Maduro como sus lugartenientes, ordenanzas y compinches. Ese cese fue la promesa; tal fue el mandato y el compromiso adquirido ante una comunidad internacional que en enero de 2019 rodeó con fervor al joven diputado en su calidad de presidente encargado de la República de Venezuela. A casi 10 meses de ese compromiso el paisaje aparece difuso, el líder da tumbos, el sistema policial de Maduro se conserva y las esperanzas se diluyen. El país reclama un cambio de rumbo.

El diálogo de Noruega y luego de Barbados representó una desviación del programa de enero. Envió un mensaje confuso porque al mismo tiempo que se decía que no habría tales tratos, furtivamente se desarrollaban contactos. Al conocerse, crearon natural desazón. Se arguyó que eran discusiones que por su naturaleza debían ser secretas, lo cual fue rechazado vivamente por la opinión pública; más adelante y tardíamente, con el objetivo de darle cierta legitimidad a esas propuestas, fueron llevadas a la Asamblea Nacional para que las aprobaran los partidos del llamado G4. Palpablemente se incurrió en nueva contradicción al buscar la rúbrica parlamentaria pública de unos entendimientos que se consideraban secretos, lo cual muestra que el ocultamiento fue una astucia hasta que los acuerdos se filtraron a la opinión pública.

Aparte de ese discutible procedimiento, se creó una contradicción al hacer creer que era compatible exigir el cese de la usurpación negociada con el usurpador para que cediera su lugar ilegítimo en una mesa de acuerdos sobre la base del buen modo de los razonamientos. Guaidó y sus negociadores le dieron un tiempo precioso a Maduro para que se atrincherara en su tinglado, endeble como está, pero todavía en pie. Sobre todo cuando los países más comprometidos con la causa de la libertad, como son los casos de Colombia y Brasil, se enteraron por los medios de comunicación. Estados Unidos ha hecho saber que no promueve esos diálogos aunque no los va a objetar públicamente. Así comenzó a enfriarse el apoyo internacional que, si bien no cesa, carece del activismo de los primeros meses de este año. Maduro fue a esos diálogos a exigir algo que la oposición allí representada no tiene potestad para dar: el fin de las sanciones. Asimismo, el procedimiento empleado por el reino de Noruega fue falaz, al desplazar el tema central de la remoción del régimen (primer punto de la oferta de Guaidó) al tercer punto del programa de enero, la realización de elecciones, que como ya es sabido nunca serán libres bajo el imperio de los rojos. El cese de la usurpación se desplazó para poner en agenda el cese de las sanciones.

Después de meses de negociaciones fracasadas y desorientadoras, todavía Guaidó no dice con voz alta, clara e inteligible que ese mecanismo está desechado. Esa opción contradice en el concepto y en los hechos el cese de la usurpación.

En el curso de los meses han ocurrido hechos lamentables como el inexplicado intento del 30 de abril que tuvo a Juan Guaidó y a Leopoldo López en la autopista del este, con un grupo de militares, que supuestamente irían a derrocar a Maduro en una operación en la que participarían dos de sus más fieles secuaces, los generales Vladimir Padrino López y Hernández Dala. Hasta la fecha se carece de explicación convincente de tal correría.

El aspecto más importante de todo este lío es que observa una presidencia colectiva y hasta rotativa no prevista en la Constitución, misma que ha hecho posible la encargaduría del presidente del Parlamento. A veces parece haber cuatro o cinco presidentes, que son los que dominan la AN, limitando los movimientos de Guaidó, cuando el momento exige lo que ocurrió con los presidentes de la democracia venezolana, quienes eran líderes liberados de la disciplina partidista. Ahora el caso es más complicado, pues se necesita que el líder esté liberado no de una sino de cuatro disciplinas partidistas. Esta exigencia es más perentoria en el instante en que el país necesita ver unidos a todos su líderes alrededor de un designio común, lo cual exige como mínimo que los dos más importantes que están en la calle, el propio Guaidó y María Corina Machado, caminen juntos a lo largo y ancho del país. Ningún móvil prudente justifica esta reticencia.

El presidente Guaidó necesita ser en los hechos y también en las percepciones un líder con autonomía, que no está decomisado por ningún dirigente ni por ningún sectarismo inapropiado. Necesita recobrar la frescura de los primeros momentos y alejarse de las maniobras y de los que las urden. Se juramentó ante el pueblo y es al pueblo al que debe responder, sin intermediarios ni tutelas, muchas de ellas de escasa representatividad. Guaidó no es ni debe ser candidato presidencial sino el presidente. Fue escogido para lograr el cese de la usurpación y conducir el gobierno que siga a ese magno evento, hasta llegar a elecciones libres.

No habrá mayor gloria para un ciudadano que llevar a nuestro país martirizado a la democracia. Cualquier otro objetivo, frente a este, es inferior a las demandas de la historia.


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