Venezuela se abre a la vida republicana en un momento estelar de nacimiento, toma de conciencia, articulación y despliegue de nuevas y originales élites. Ya con clara conciencia de una particular identidad propia y el deseo de diferenciarse de la pertenencia a la corona española mediante una ruptura histórica. En el plano intelectual, Andrés Bello y José María Vargas; en el plano político y militar, Simón Bolívar y Antonio José de Sucre. Eran gérmenes demasiado poderosos como para enfrentar la lógica consecuencia de su conformación: romper con la corona y fundar la República. Fueron su núcleo fundacional.

Todas las grandes figuras intelectuales, políticas y militares que sobrevinieron no solo les fueron deudoras: ninguna alcanzó su brillo y excelencia. Carlos Soublette, José Antonio Páez, Antonio Leocadio Guzmán, Antonio Guzmán Blanco, Tomás Lander, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez. Para volver a vivir el nacimiento y despliegue de otra élite de similar factura y grandeza, capaz de sembrar historia, tuvo que pasar más de un siglo. Fue la generación de 1928. Son las dos grandes articulaciones de factores de génesis histórica. Las que les sobrevivieron fueron meras consecuencias y continuación de lo creado. Hubo antes ruptura y decadencia que continuidad y crecimiento. Hasta alcanzar la profunda crisis y la grave decadencia que vive la República, incapaz de sostenerse por sus propias fuerzas.

La cosecha de la generación del 28, a la que Uslar Pietri, consciente de su propia marginalidad histórica, consideraba un grupo notable, pero no propiamente una generación, puso los cimientos del siglo XX venezolano, a la que Mario Briceño Iragorry le atribuía haberlo parido. Lo que partía la historia en un período largo –siglo XIX, que se extendía hasta los años treinta del nuevo siglo– y un ciclo corto, el XX. Que ha derivado en una desintegración y un caos sin pies ni cabeza: la crisis de excepción que hoy vivimos.

Ninguna de esas dos generaciones fundacionales fue capaz de consolidar una República verdaderamente autosustentable y poderosamente articulada como para resistir el embate de contradicciones propias de una sociedad rural y desarticulada. Carente de un Estado propiamente nacional y sometida al caudillismo de montoneras. El caos, el desorden y la desunión fueron consustanciales a una historia en crisis permanente. Puesta en vereda mediante “el gendarme necesario”, el verdadero creador del Estado venezolano moderno: el tirano Gómez.  Con la notable excepción, casi milagrosa, de la democracia liberal de Punto Fijo, obra de las grandes personalidades pertenecientes o agrupadas en torno a la generación del 28: Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba, Miguel Otero Silva, Gonzalo Barrios, Luis Prieto Figueroa, los hermanos Machado. Y tan marginal respecto de ellos como Arturo Uslar Pietri, el socialcristiano Rafael Caldera.

Ya sabemos adonde nos trajo esa república liberal y la flagrante incapacidad de sus élites para darle sustento. Al desguace institucional, a la quiebra del Estado y al naufragio de una crisis de excepción que tan nos tiene a la deriva, que Venezuela carece de dirección y liderazgo. Los partidos han desaparecido. El Congreso es un organismo muerto. Los políticos se han extinguido. Y la clase intelectual, si alguna vez la hubo, brilla por su ausencia. Venezuela está en bancarrota social, económica, política y espiritual. Ha vuelto a ser no más que lo que siempre fue: un territorio.

Todo ello explica la insólita e inédita ruptura que supone la existencia de dos asambleas, dos presidencias y dos pueblos. Con sus respectivas representaciones diplomáticas y sus contrapuestas narrativas. Contradictorias en su esencia. E incapaces ambas de darle identidad a la nación. Como lo reconociera un importante analista de The New York Times, la democracia venezolana no existe. Y llevados al extremo de la rigurosidad conceptual, Venezuela tampoco. Somos un barco a la deriva, con dos proas y dos popas, dos velámenes, dos capitanías y dos tripulaciones. Esquizofrenia e irracionalidad pura. De la que nadie quiere hacerse cargo, confiados todos en  el decurso cósmico del tiempo, dejado al azar.

Una se sostiene gracias a la mayor corrupción vivida por sociedad latinoamericana moderna alguna, la que le permite comprar la conciencia y someter a su esclavitud al que fuera su mayor signo de identidad: las fuerzas armadas. Y un lumpenato hamponil que le sirve de tropas de asalto, en el más puro estilo nazifascista. Y un cáncer político terminal del que no se ve sanación posible. Una corrupción compartida igualmente por la otra parte. Los congresistas de ambas mitades del extravío se sustentan en el corrupto uso de sus mantenedores. El poder estatal y el poder empresarial. Que dominan sobre una población aherrojada. Llamarla “ciudadanía” sería abusar del término.

Esta extraña sumatoria no es producto de la violencia: es el natural resultado de una sociedad que alcanzó la cima de su decadencia. Tolerando la sumisión a dos amos de extremos supuestamente opuestos propiciada por sus élites políticas. La he llamado desde hace largo tiempo: la Sexta República. Y la he considerado el producto natural de una clase política renuente a todo cambio que la descoloque respecto del disfrute de sus prebendas y granjerías. Con muy notables excepciones, de todos conocidas, los políticos venezolanos se han entregado a esta orgía de sumisión y desquiciamiento. Sin que a nadie disguste y extrañe.

Es la estación final de este largo viaje hacia la noche. Que al parecer, y a juzgar por la epiléptica parálisis que nos aflige, no tendrá amanecer. Como lo dice el Eclesiastés: de todo hay en la viña del Señor.

 


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