Guaicaipuro, más allá de su figura histórica, un tanto difusa por la escasez de fuentes primarias, ha devenido en un poderoso símbolo. Para los pueblos indígenas representa su sostenida resistencia y sus luchas por el pleno y efectivo reconocimiento de sus derechos, en el sentido más amplio. Para los no indígenas los significados son muchos más complejos, pero también igualmente promisorios. El polo ideológico del símbolo abarca un espectro de gran amplitud: desde las ideas asociadas a los orígenes de lo venezolano, cuyo componente indígena ha sido sometido a una valoración desigual, hasta la defensa de lo propio; sin olvidar la fortaleza de la tradición.

José de Oviedo y Baños, en su Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela (1723), presenta a Guaicaipuro de una manera doble: un gran jefe indígena, empecinado opositor del avance colonizador español, y un azote para los conquistadores, con atributos quizá exagerados para subrayar por contraposición el valor y arrojo de los españoles. La historiografía del siglo XIX, a partir fundamentalmente de la visión de Oviedo y Baños, se apropió de la figura de Guaicaipuro como un precursor de la “nacionalidad”, el “patriotismo” y, sobre todo, las luchas libertarias.

Gracias a las inferencias etnológicas y etnohistóricas podemos suponer que, como lo presenta Oviedo y Baños, Guaicaipuro era un jefe de aldea que para oponerse a los conquistadores lideró una alianza de otras unidades semejantes en la región central del país, lo que hoy es Caracas, Los Altos y sus alrededores. Diversos autores lo han recreado de manera literaria. José Antonio De Armas Chitty, en su hermoso trabajo de poesía épica, Canto solar de Venezuela (Caracas, Biblioteca Central, Universidad Central de Venezuela, 1968) hace un sinnúmero de referencias tanto a las raíces como a las presencias indígenas del país y dedica dos poemas a Guaicaipuro. Uno de tales poemas se titula “Guaicaipuro: agua de eternidad”, en el que ahonda en el valor alegórico del personaje como símbolo, y el otro “Guaicaipuro: parábola de Elías”. En este último hace un parangón con la figura bíblica de Elías, cuyo altar fue quemado por llamas enviadas por Dios como prueba de su conexión con el profeta.

En “Guaicaipuro: agua de eternidad”, el poeta evoca la figura de Guaicaipuro como un gran jefe, capaz de convencer y convocar: “Si vela Guaicaipuro, vela con él la tierra” (p. 70), usando la palabra “tierra” en su acepción de “nación o región” (sexta señalada por el Diccionario de la Lengua Española). Al velar Guaicaipuro, al enfrentarse a los conquistadores, los indígenas lo emulan y apoyan: “Si habla, se incorpora el samán florecido de pájaros; /el apamate, de violeta, como el último sol de febrero, / el cedro erguido, alegre, envuelto en oros; / el totumo aguador con sus múcuras verdes; / el cují, silenciosa almena de espinas, / retorcido, encorvado, musculoso, / impasible ante el fuego, como el indio” (p. 70). Los árboles nativos son utilizados como una metáfora de la población indígena: “el samán florecido de pájaros”, entiéndase como en algunas culturas indígenas los mensajeros entre el cielo y la tierra, entre los hombres y los dioses. Así, pues, actuando como una metonimia los “pájaros” no solo serían los mensajeros, sino que significarían los chamanes, capaces de invocar dioses y espíritus y manipular las fuerzas sobrenaturales y el apamate, lleno de colores (florecido “de violeta, como el último sol de febrero”) aludiría a los ciclos del tiempo y de la vida aborigen, regida en gran parte por los lapsos de la naturaleza. Por su parte, los otros árboles nombrados representarían a los propios indígenas y sus valores: el cedro “erguido, alegre, envuelto en oros”; el totumo es visto, en una hermosa imagen, como “aguador con sus múcuras verdes”, en probable alusión al transporte del agua desde los ríos, caños, lagunas y manantiales; el cují “retorcido, encorvado, musculoso”, pero fuerte y ante las desgracias y el dolor señero “impasible ante el fuego, como el indio”.

La visión de la guerra de conquista se registra en el poema “Caracas nace al pie del día”, de lo luminoso y la gloria del esplendor de la luz, en la visión del poeta: “Delante el Valle de Guaracarima, el Valle del Miedo, / fatigado de huesos y de sombras. / Por Macarao, viento rudo, silbante hoja, piedra / que pulsa al tiempo con fresca mano de musgo. / Aquí, sobre la tierra que enmudece el verano, / junto al horcón hirviente de royones rojizos, / junto a plateadas sierpes y matos luminosos, / junto a la guasdua airosa que esponja el mundo verde, Guaicaipuro combate. En su palabra / se encrespan hondonadas y vertientes, / De las colinas bajan las flechas como avispas. / Los caballos se inclinan vencidos por los ojos. / Terepaimas agónicos se pudren a la intemperie / y en pechos españoles tiemblan hormigas y gusanos” (p. 59). Probablemente la expresión “royones rojizos” (el DLE registra la forma ortográfica “rollo”, acepciones 1 y 4) aluda a las macanas indígenas y “plateadas sierpes y matos luminosos” a las armas hispánicas: espadas y arcabuces. El último verso, en contraste con el anterior, muestra sin embargo la realidad de la muerte con palabras con una imagen poética. “en pechos españoles tiemblan hormigas y gusanos” y quizá tiemblan porque, aunque han perdido la vida, lo han hecho de manera valiente.

En el poema “Guaicaipuro: parábola de Elías” el poeta retoma una afirmación de Oviedo y Baños sobre que la sola mención de Guaicaipuro causaba gran temor entre los conquistadores y primeros vecinos de la recién fundada Santiago de León. “¡Guaicaipuro! y el pánico sacude la noche de la encomienda, / y el ibero, medroso, vuelve a creer en Cristo, / olvidando que el Cristo de cobre lleva a Dios en el arco” (p. 71). Ante la fiereza del jefe guerrero indígena, no le queda otro recurso al conquistador que rezar. La imagen del “Cristo de cobre” que se refiere al aborigen, por la raza cobriza o de color cúprico, se complementa con la idea de la bendición divina por la pureza de su accionar con la frase “lleva a Dios en el arco”, el Dios cristiano, escrito con mayúscula y no con minúscula, cuyo empleo aludiría a algún dios indígena. Tal alusión enfatiza la justedad de la resistencia indígena. La siguiente estrofa subraya la violencia de los encuentros bélicos. “Cuántos hombres han caído en valles sin cielo, / en mudas playas, en soleadas colinas, / bajo techos de brisas y de nubes, al cobijo / de boras y de lirios. Cuántos hombres regresan / con la sombra acezando en sus gargantas” (p. 71).

La figura guerrera de Guaicaipuro se plasma de manera magistral en estos versos, en los que el aspecto fonológico representado al el final de las líneas por el encabalgamiento que refuerza el significado: “Guaicaipuro: tormenta, arroyo, herida, flecha / que silva y ondea, torso que se escurre / entre el bosque, aliento que pugna [/72] / cuando el río emplumado se desborda” (pp. 71-72). El ruido de la flecha se refuerza con la ruptura del verso: “flecha / que silva”. Igual ocurre el ocultamiento del guerrero como táctica defensiva: “torso que se escurre / entre el bosque”. Lo mismo sucede con el ritmo de las dos últimas líneas “aliento que pugna / cuando el río emplumado se desborda”.

La muerte de Guaicaipuro, tras el incendio de su casa causado por los españoles, se presenta con rasgos no solo épicos sino también místicos. “Lejos, amaneciendo, disparos, alazanos que piafan. / Guaicaipuro combate desde un bohío en llamas / sostenido en la orilla de la muerte. / El día le rodea como un agua: / vertiente de la sed, crecida ola, / alto carro de fuego, parábola de Elías” (p. 72). El cacique no muere sino que asciende al cielo en un “alto carro de fuego”.

El tránsito de Guaicaipuro es también una reinserción, un reencuentro: “Junto al héroe y su mapa de sombra, / la sangre retorna a la tierra, a su indio, / al agua que rubrica la tormenta y al agua del estero / que peinan por setiembre chubascos y arco iris; / se reintegra al curare, de ala negra; / al venado que pulsa al horizonte; / al puy, de recio calcañar caribe; / al jobo con que mayo fatiga a la colmena; / al jabillo que apresa la borrasca, y al píritu / en cuya lanza avena la penumbra sus cascadas de muerte” ). 72).

En el poema “Guaicaipuro: agua de eternidad”, estas líneas proclaman el símbolo y lo plenan de sentido: “Cuando todo sea espuma, residuo, ruina, sombra. / Cuando la voz sea eco, rumor, casi recuerdo, / volverá Guaicaipuro con sus Teques coronados de plumas / como arroyo de lentas mariposas. / Y un día, ante los sueños inmolados, el Cristo que regrese dirá de nuevo al hombre / la agonía que talla su cal y su penumbra, la ternura que baja del niño hacia la almendra, el resplandor que dora el rumbo del caracol y del verano” (p. 70). El futuro más promisor viene de la raíz y con ella se consustancia, con la tradición que mana de los orígenes. Guaicaipuro y “sus Teques coronados de plumas”, en tiempos de crisis (“residuo, ruina, sombra”) llenarán de significado la voz perdida, el ánimo desfallecido, eso que el poeta, dubitativo en cuanto a lo que podría ser, llama “casi recuerdo”. La potencia del símbolo, proveniente de la tradición, dotará de significados y de fuerzas el ánimo contrito y decaído en momentos de desasosiego y pérdida de certezas y esperanza.

Guaicaipuro, como símbolo, lejos de ser algo superado o del pasado, viene de tiempos antiguos y fundacionales, de la historia, de la conciencia profunda, para constituir la argamasa del futuro en tiempos débiles: “cuando todo sea espuma”, ni siquiera agua o arena, solo espuma y riesgo de desintegración. En otro poema, titulado “Rodríguez Suárez: capitán de la noche”, una última evocación del gran jefe guerrero lo sitúa en un “asiento solar” (p. 73), un sitial portentoso para una deidad imprescindible y siempre vigente en la identidad, necesaria para su continua construcción y reconstrucción y su sostenida existencia simbólica. “Guaicaipuro, agua de eternidad”, exclama el poeta, como diciendo rocío de vida y plenitud.

Resulta importante insistir, sin embargo, que Guaicaipuro en el contexto del poemario “Canto solar a Venezuela” de José Antonio De Armas Chitty no es solo un signo. Es un símbolo de significados más complejos que no solo remiten al polo físico o significante, sino que además de la figura de Guaicaipuro como emblema de la resistencia, el jefe guerrero de los teques simboliza el componente indio de la cultura venezolana (ampliamente referenciado con una visión diacrónica y otra sincrónica a lo largo del extenso canto épico que es el poemario), lo propio y la historia, la tradición. No en balde al principio del libro (en el poema “Umbral”) el poeta exclama “Por Tenoch [el caudillo mexica en cuyo honor se rebautizará la ciudad: Tenochtitlan], que levanta su mágica ciudad en una isla. / Guaicaipuro enarbola su bandera desde su isla en llamas” (p. 11). Esa bandera de múltiples significados, condensados en Guaicaipuro y desglosados de su figura, nos arropa y potencia, nos enriquece y resguarda ante los embates y la erosión cultural y de la identidad tanto del presente como del futuro.

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