“¿De qué tienes miedo? A reír y a llorar luego; a romper el hielo, que recubre tu silencio”. “Grita”, Pau Donés.

Son muchas las satisfacciones que me ha dado este mundo maravilloso del periodismo, del columnismo. Una de ellas, quizá la más importante, es saber, por el testimonio directo de los lectores, generosos en extremo, que hay gente a la que, de una manera u otra, he podido hacer feliz, en un momento determinado.

Felicidad es una palabra muy grande, demasiado para emplearla en referencia a mi trabajo; pero, del mismo modo, muchas son las formas en las que la felicidad se manifiesta. Y muchas veces, está lejos de grandilocuencias y muy cerca de los sentimientos más humanos, más a flor de piel.

En la primera columna que publiqué en Fan Fan, y que encabeza mi libro Errores y faltas, decía, en un alarde de sinceridad, para el momento en el cual se producía y en el que yo era un neófito total, que yo soy un “egocéntrico, necesitado de aplauso”. En ese momento, esta afirmación era cierta. Es muy fácil, cuando empiezas a escribir, a cantar, a pintar o a desarrollar cualquier tipo de actividad, sobre todo las artísticas y humanistas, caer en la sensación dulce que produce el alago. Y esto, de algún modo, te puede llevar a buscar ese alago desesperadamente. Llámenlo reconocimiento, vanidad, llámenlo como quieran.

Sin embargo, a medida que vas avanzando en este mundo, o al menos así ha sido en mi caso, te vas dando cuenta de que la única forma de perdurar en él es escribir con la mayor dosis de libertad de la que seas capaz. Es fundamental, cuando estás ante el teclado, dejar salir lo que tienes dentro, desinhibido, impertinente, hiriente si es necesario. Es cierto que hay que canalizar todo esto, para que la tormenta de ideas no arrase la página con su caudal, pero sin poner diques, sin crear lagunas ni falsos remansos de paz.

Hoy, en otro de esos momentos brillantes que, últimamente, me regala la vida, he compartido café y charla con Borja Milans del Bosch. Borja es, profesionalmente hablando, uno de los coaches más codiciados, pero sobre todo, tratado de tú a tú, es un hombre inteligente, cariñoso y afable, que transmite optimismo y entusiasmo de manera inmediata.

Es asombroso como la falta de seguridad en nosotros mismos a veces crea barreras que solo nosotros podemos ver. Y si tienes la capacidad, que ya es mucho, de eliminar ese sentimiento, las barreras desaparecen; y entonces, en ese momento, aparecen las personas.

Me decía Borja, y es una opinión que comparto, que las personas, la gente, necesitan más abrazos. Dicho así, puede sonar extraño, más en estos tiempos en los que el contacto físico está en decadencia, pero el fondo de la afirmación va mucho más allá del mero contacto físico. Para Borja, hombre versado en el trato con altos directivos y personas, en general, en la cima de la pirámide, el problema, a nivel profesional, es la deshumanización de quien tenemos enfrente.

Yo, que soy un impertinente, voy más allá y traslado esta afirmación al terreno personal. Estamos inmersos en una crisis de valores de tal calibre que, para ciertas generaciones y estratos socioeconómicos, existe un desinterés absoluto por lo que le ocurra al prójimo.

Según yo veo las cosas, esta capacidad de observar el mundo en directo, en su totalidad, que nos han proporcionado los avances tecnológicos, nos ha vuelto meros observadores. Asistimos a las tragedias como a cualquier espectáculo, sin pararnos a pensar las consecuencias humanas de lo que estamos viviendo. Solo cuando la tragedia se personaliza, somos capaces de conmovernos. Cuando vemos al pequeño Alan Kurdi, de tres años de edad, con su camiseta roja y su pantalón azul, muerto en la arena de una playa de Turquía, por intentar escapar del conflicto sirio, conflicto que, por otra parte, ha provocado ya más de medio millón de muertos, es cuando nos conmovemos.  Cuando vemos a Serhii, padre de Iliya llorando desconsolado sobre la camilla en la que este yace muerto, por un misil ruso mientras jugaba al futbol con sus amigos en la calle, es cuando nos indignamos.

Del mismo modo, en demasiadas ocasiones, no nos paramos a valorar los sentimientos de quien tenemos enfrente, ni las sensaciones que nuestras acciones, en positivo o en negativo, pueden provocar en él. Y una acción equivocada, un sentimiento mal expresado, una muestra de indiferencia, puede ser devastadora.

Y vuelvo ahora a las satisfacciones que, como he dicho, me ha proporcionado entrar en este mundo otrora ajeno para mí. Cuando yo empecé a escribir para Alfredo Urdaci, o mejor dicho, para su publicación, Alfredo, otro hombre preclaro, se esforzó en hacerme ver que el carácter de la revista Fan Fan es, sobre todo, humanista. Y si nos paramos a analizar el significado de la palabra humanista, nos encontramos con que su definición es “en el sentido amplio, valorar al ser humano y la condición humana. Está relacionado con la generosidad, la compasión y la preocupación por la valoración de los atributos y las relaciones humanas”.

Así que, por su mera sintaxis, “humano”, que es lo que somos, debe o debería ser generosidad, compasión y preocupación por el prójimo. Sinceramente, creo que a muchos el término, nos queda grande.

¿Qué es más difícil, dar un abrazo o pedirlo?; ¿dar consuelo o recibirlo? ¿Qué nos hace más humanos, reconocer nuestra frustración o aliviar la de quién nos necesita?

Siéntanse afortunados si alguien les pide consuelo y, por supuesto, sean generosos. Ojalá el día que lo necesiten, encuentren quien se lo dé.

Hagan felices a los que tienen al lado. Al menos inténtenlo. Ayudando a los demás, principalmente, se ayudarán a si mismos.

“Te tiendo la mano, tu agarra todo el brazo. Y si quieres más pues, ¡Grita!”. Pau Donés.

@julioml1970

 

 

 


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