Obviamente no pienso referirme hoy a la segunda parte de la serie de Radio Caracas Televisión, al elenco estelar de aquel momento, a la pluma de José Ignacio Cabrujas o la dirección de César Bolívar. Hoy no se trata de evaluar culturalmente la historia venezolana a través de los histriones: Rafael Briceño, Marina Baura o Gustavo Rodríguez. No. Se trata de aproximarnos a cuanto nos ocurre.

El despotismo ni el totalitarismo en sus intentos o sus concreciones son nuevos en Venezuela. Una cosa es ser de La Mulera y muy otra es este no se sabe de dónde es tan borroso y peripatético que sirve para dar cuenta del nubarrón histórico que atravesamos, más que histórico vital. Nebulosas que envuelven todo, por la carencia de certeza alguna sobre algo. Este vivir -sobrevivir- al día sin posibilidad de planificación, existencialismo puro. A Cabrujas le gustaba el melodrama a lo Víctor Hugo, mezclas de risas con el sentimiento trágico de la vida que enseñaban los griegos clásicos. Pero el humor no tiene cabida por estos días. Por más venezolanos que culturalmente seamos, como somos. Tampoco me refiero al vaivén del dólar que para pelos de ayer a hoy.

Se percibe nuevamente la extensión decimonónica del caudillo y sus consecuencias. Del botín es mío porque me lo gané en toda instancia. De la propiedad no privada -ojalá se exaltara- si no meramente personal de todo. Del territorio a entregar a cualquier país fundamentalista, y de los ciudadanos sometidos. No son palabras o acciones de reyes vetustos, son más bien las de un general sin charreteras ni colgajos, ni medallas, ni cintas ni nada, que ganó una guerra renovada, ficticia, claro, y se apropia de lo que anda, de cuanto respira, de lo que está, que juega a hacer con eso lo que sencillamente le plazca. El general sin laberinto. Un general depositado en varios seres que se rotan en uso de sus actividades para la contención de cualquier manifestación pública o privada, de cualquier acción que haga mover el hilo de la perversa araña con gorra, sin ella. Con el fin de adueñarse de todo hasta secarlo.

El general Juan Vicente Gómez desde Caracas o Maracay encendía el terror. Un terror a voces silentes. Veintisiete años de hegemonía y maldad. Carreteras construidas con pedazos de huesos. La Rotunda. Las persecuciones a los levantiscos, así fueran ingenuos como los tomistas de Curazao. La inevitabilidad del dominio hasta la muerte. Del dominio de algo que percibía y se percibía como suyo. No creo que Gómez haya sido narcotraficante; tampoco que haya siquiera dejado entrar en su cerebro una idea de entrega del territorio. Lo de las petroleras fue un negocio que en algo beneficiaba, aunque no completamente. Pero entrega territorial no fue. Mantuvo presos y los dejó morir en la cárcel por sus ideas contrarias. Pero pranes no hubo. Tampoco trenes de los que matan y se adueñan de fragmentos sociales-espaciales. Corrupción hubo a pesar del pago de la deuda que mientan. No esta desmesurada, inocultable, que brota como antes el petróleo y sus beneficios.

El despotismo justificado no es nuestra esencia. No puede serla porque los tiempos cambian también para las sociedades. La conquista, la liberación caudillista, el botín de guerra no forman parte de la dinámica social actual en el mundo. Este anquilosamiento histórico. Esta especie de dinosaurio que nos asombra y nos asusta con su agresividad y sus misterios, que nos tiene sorprendidos y paralizados, debe más bien motivamos a la acción diaria para salir de la ficción, para la vuelta a la realidad. ¿Gómez II? Ni por televisión. La crueldad, el despotismo, el totalitarismo, el personalismo, el terrorismo de Estado aplicado a diario no pueden ser el derrotero de una nación moderna entre el cúmulo de naciones modernas. Imposible justificarnos con Nicaragua, menos con Cuba. No existe justificación. No es ficción, es realidad. Dejemos a Gómez en su sepultura.

 


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