Debo el título de estas líneas —y buena parte de ellas— a dos efemérides evocadas a principios de semana. La primera, el lunes 22 de febrero, fue fecha conmemorativa del 113° aniversario del natalicio de Rómulo Betancourt, uno de los estadistas más importantes del siglo XX latinoamericano, tenido en la politología vernácula como el padre y gran artífice de la democracia venezolana; la segunda, recordada el martes, nos remitía al 23 de febrero de 1980, cuando, en Madrid, un teniente coronel al mando de un considerable grupo de guardias civiles irrumpió  en el Palacio de las Cortes mientras se votaba la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo y secuestró a los diputados y al jefe del gobierno en funciones, Adolfo Suárez.

El cumpleaños del fundador de Acción Democrática y dos veces presidente de la República fue discretamente remembrado por algunos voceros del partido blanco, y ameritó la publicación en el Papel Literario de El Nacional de un dossier, en el cual se incluyó la   alocución del político guatireño radiotelevisada en cadena nacional el 21 de enero de 1960, a propósito de las acciones terroristas ocurridas en el país por intermediación del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo en sintonía —no muy circunstancial o fortuita— con  las exigencias maximalistas  de los «cabezas calientes» de su propia tolda (protomirismo), la agitación de la Juventud Comunista y las posturas radicales de un sector  de Unión Republicana Democrática (URD). En honor a la verdad, la violencia de los años sesenta del pasado siglo comenzó en Caracas   al conocerse el triunfo adeco en las elecciones del 7 de diciembre de 1958. Unos cuantos de los muchachos partícipes de saqueos y actos de vandalismo y repudio al primer gobierno de la despectivamente llamada cuarta república se cuentan entre los vejestorios animadores del chavismo y algunos han llegado a detentar carteras de sustanciosos presupuestos en los gabinetes bolivarianos. Betancourt presintió el rojo sarampión de jóvenes iracundos, embelesados con la Revolución cubana, capaces a su juicio —así lo hizo saber en un meeting de la Federación Campesina realizado en la plaza O’Leary—, «de alternar las contorsiones histéricas del Twist con el incendiario detonar de las bombas Molotov», ¡púyalo, Rómulo! En el aludido y encadenado discurso de enero de 1961, el presidente manifestó a sus conciudadanos: «Sabido de todos es, porque ha sido motivo de zozobra y de cólera colectivas, que desde los comienzos mismos de este régimen constitucional se inició una subrepticia campaña de oposición en contra suya a través de panfletos, periódicos y hojas clandestinas.  En un país como lo es ahora el nuestro, cabal respeto de las libertades públicas, era ya de por sí un alarde de provocación al régimen democrático esa literatura clandestina. Pero su contenido no dejaba dudas con respecto a las intenciones de los autores y distribuidores de esa literatura escrita en pedestre estilo. Se trataba en ella de incitar a las Fuerzas Armadas a la guerra civil contra 7 millones de venezolanos inermes de material bélico, pero armados de la indeclinable decisión de mantener, conservar y defender el régimen que ellos plebiscitaron, en el recto sentido de esa fórmula del derecho público, cuando votaron por el candidato triunfador y por los otros dos candidatos, unidos los tres y los partidos políticos que los respaldaban en una plataforma democrática común».

No le fue fácil a Betancourt mantenerse en Miraflores durante los 5 años pautados en la Constitución, pues los extremismos de derecha e izquierda hicieron lo imposible para derrocarle, pero no lograron debilitarle sino, al contrario, fortalecieron su conducción de la naciente democracia. Durante su mandato, jóvenes comunistas y miristas, con el apoyo logístico de los cubanos, se incorporaron a la lucha armada, estableciendo campamentos en las montañas y células operativas en las ciudades; asimismo, se produjeron tres asonadas militares de envergadura y un intento de magnicidio. El 24 de junio de 1960, un grupo de extrema derecha, al servicio de Chapita, quien financió el complot, hizo estallar en el Paseo Los Ilustres un carro bomba al paso de la comitiva presidencial. Rómulo sobrevivió a la explosión, no así el jefe de la Casa Militar, coronel Rafael Arias Pérez. El 16 de junio de 1961, en Barcelona, se alzaron el mayor Luis Alberto Vivas y los capitanes Rubén Massó, José Gabriel Marín y Tesalio Murillo, pero las fuerzas leales al gobierno lograron reducir a los insurgentes, con saldo de 50 muertos. Menos de un año más tarde, el 4 de mayo de 1962, en Carúpano, el batallón N° 3 de la infantería de marina y el destacamento 77 de la guardia nacional (minúsculas a posta) se levanta en izquierdosa e infructuosa tentativa de deponer a un mandatario electo en libérrimos comicios. El movimiento lo encabezaron el capitán de corbeta Teodoro Molina Villegas, el mayor Pedro Vegas Castejón y el teniente Héctor Fleming Mendoza, y contó con la participación del PCV y el MIR.  29 días después, tuvo lugar en la base naval de Puerto Cabello el más sangriento de los cuartelazos contra el poder civil, cuyos cabecillas, Manuel Ponte Rodríguez, Pedro Medina Silva y Víctor Hugo Morales Luengo, capitanes de navío, fragata y corbeta, respectivamente, ordenaron la liberación de guerrilleros recluidos en el castillo Libertador, a fin de incorporarles a la aventura golpista. En ella murieron más de 500 personas y resultaron heridas unas 700 —en 1963 se otorgó el Premio Pulitzer a la fotografía tomada en el Crucero de La Alcantarilla por Héctor Rondón Lovera, del Diario La República, al capellán Luis María Padilla socorriendo a un soldado herido en los momentos cruciales del tiroteo—. Además de los enemigos internos y del sátrapa quisqueyano, el presidente Betancourt se enfrentó en el Caribe a otro tirano de altos vuelos: Fidel Castro. Por eso, acuñó el término «castrocomunismo» e instituyó la «Doctrina Betancourt» — desconocimiento de gobiernos dictatoriales y sin legitimidad de origen―, a objeto de fomentar la democracia a nivel continental.

En torno a la regresiva asonada liderada por el comandante Tejero en Madrid, y el teniente general Jaime Milans del Bosch, en Valencia, que ordenó el despliegue de 2.000 hombres y 50 carros de combates en las calles de la ciudad, se ha dicho todo o casi todo, aunque, como sostiene el escritor Javier Cercas, en cada aniversario del golpe aparecen los mercaderes de la conspiración «anunciando a bombo y platillo el develamiento de un nuevo gran secreto sobre el 23-F». Cercas, ha sido, a mi entender, quien mejor nos ha echado el cuento de lo acaecido ese día en el Congreso de Diputados. Lo hizo en Anatomía de un instante (2009). Al respecto, copio con mínimas variaciones de forma, lo escrito por mí al cumplirse 15 años del Carmonazo.

En esa mistura de ensayo y crónica con guiños de novela, Javier Cercas lleva a cabo una rigurosa revisión del fallido golpe del 23 de febrero de 1981, construyendo un fascinante relato a partir de las imágenes captadas por la televisión estatal de ese instante, diseccionado por él, tratando de explicar lo que en alguna parte tildó de españolada. En el prólogo (Epílogo de una novela), se pregunta si los actores de ese crucial punto de inflexión de la democracia hispana —Adolfo Suárez, Rodríguez Mellado, Santiago Carrillo, Tejero—  no serían acaso ilusorios y fundamenta su dubitación en una encuesta realizada en el Reino Unido, en 2008, según la cual «para una cuarta parte de los ingleses Winston Churchill era un personaje de ficción». Achaca el despiste a la escasa o nula exposición televisual del ex premier británico. No es el caso de los personajes mencionados, cuyos gestos y actitudes sirven de soporte al escritor a su prolijo examen del incidente y le permiten sostener que el golpe había triunfado a los dos minutos de producirse, y fue derrotado en el tercer minuto. Hay mucho de metáfora y simbolismo en estas afirmaciones y profundizar en ellas no es mi objetivo. Pero, si Cercas necesitó casi medio millar de páginas para reflexionar sobre los 15 minutos de fama del coronel Tejero, ¿cuántas cuartillas deben pergeñarse en este atribulado país para aclarar lo ocurrido en aquellos turbulentos días de abril, cuando cayó y resurgió un modo de dominación excluyente de más de la mitad del país y dependiente del resto, a través del chantaje afectivo y el soborno alimentario?

Podríamos, hilando fino y sin rizar el rizo, establecer cierta simetría o analogía entre los fallidos alzamientos del quinquenio betancurista y el fracaso de Tejero: en ambos casos, la derrota de las conjuras significó el afianzamiento de la paz democrática; sin embargo, al menos en lo atinente a nuestra tierra de gracia y desgracia, su permanencia no la garantizó su mecanismo regulador: el sufragio, directo, secreto y universal. Chávez pretendió el poder mediante el uso de la fuerza y fue reducido y encarcelado. Un indulto caprichoso y la abstención irresponsable basada en la antipolítica, lo convirtieron en un fenómeno atípico: el del autócrata catapultado al poder desde las urnas. De igual forma, a través del voto asistido y fraudulento, sus legatarios proyectan mantenerse atornillados donde están per sæcula sæculorum.

 


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